El Libro de las Memorias de Hazañas está escondido en uno de los rincones de Refinería, a la altura de la décima quinta hilada de ladrillos de una antigua pared que alguna vez estuvo pintada de color celeste, en un hueco tapado con un falso revoque ubicado un par de metros a la izquierda de una de las ventanas traseras de la casa en la que vivía el Mamita Bazán antes de mudarse a Empalme Graneros, en la callecita Angosta -un pasaje sin nombre, muy estrecho e irregular por poco oculto a la vista, prácticamente inadvertido y sin veredas- que casi nadie sabe dónde se encuentra, excepto las personas deudoras de la añoranza, de todo aquello que se cree perdido para siempre, de lo que no volverá y que guardan sus sueños no realizados secretamente, más allá del dolor de sus frustraciones, llevándoselos como un tesoro preciado al momento fijado e inmodificable de trasponer el Límite de los Límites. En El Libro de las Memorias de Hazañas se cuentan algunas de las más grandes epopeyas del fútbol: el caso de un shoteador formidable, un cañonero temible, humanista el hombre, que pateó más de dos mil setecientos penales, incluso los ejecutados para decidir un equipo ganador en partidos que finalizaron empatados en los torneos libres de siete jugadores -invento genuino de estos suburbios del País del Fin del Mundo- y más de tres mil trescientos tiros libres sin pegarle jamás ni al arquero ni a la barrera para no lastimar a nadie; la exaltación y euforia de un retraído, un tímido, que un domingo en que se jugaba un clásico inventó improvisadamente un cantito y contagió a toda la tribuna; el empeño hasta la obstinación de un futbolista que poseía una técnica virtuosa y habilidad increíble con ambas piernas que durante un partido completo no dejó que la pelota tocara el piso de la cancha para no ensuciarla; y el recuerdo de un hincha que un atardecer de verano se mezcló en un partido con profesionales y, de rabona, le quitó la pelota a Mario Alberto “el Matador” Kempes.
No cualquiera encuentra el camino donde está escondido El Libro de las Memorias de Hazañas y no es porque las dunas de los desiertos o los hielos de los casquetes polares lo tapen o las paredes de piedra de los monasterios arcanos lo oculten. Para llegar hasta allí no se necesita ni un mapa ni un baqueano. Pero, sí, es indispensable otra manera de mirar el mundo y las cosas de la vida y del corazón.
Un repaso aunque sea muy general a los contenidos de El Libro de las Memorias de Hazañas habilita, por pura impotencia nomás, cierta nostalgia que suele llegar a la congoja. Es que resulta injusto que no goce de predicamento un hombre con los valores de aquel goleador fabuloso que renunció a persistir en sus goles porque eligió hacer real su sueño mayor: volverse arquero. Su hazaña, difícil en estos tiempos -y en todos los tiempos- , fue preferir ser leal a su conciencia que responder a los llamados de la notoriedad, la fama y el dinero. Algo parecido sucedió con un muchacho escritor exquisito y purista del lenguaje que se transformó en gran jugador no para exhibirse, sino porque si hacía las cosas mal podían insultarlo y eso afearía el idioma. Su conducta orientó a un gambeteador excelso que causaba admiración quien, tras pensarlo y repensarlo, eligió jugar sin gambetear porque consideraba que imponer su destreza maravillosa le quitaba al fútbol la enorme posibilidad de ser igualitario.
Indudablemente que las historias que aparecen en el Libro de las Memorias de Hazañas merecerían otro destino. ¿No debieran conocer todos, por ejemplo, los partidos aquellos que rueda tras rueda de cada campeonato enfrentaban a un padre y un hijo que, por dignidad, ninguno perdía y, por amor, ninguno ganaba? Pero, tal vez, sea correcto que esas memorias, que no son más que historias mínimas o anécdotas simples, estén donde estén. Acaso, con prudencia, permanezcan escondidas hasta una época distinta en la que muchas pavadas le dejen, final y definitivamente, su sitio a las verdaderas grandezas de la existencia. Mientras eso ocurre, El Libro de las Memorias de Hazañas puede seguir sumando capítulos y capítulos. Después de todo, la vida entera es un libro abierto que está lleno de héroes anónimos.
Chalo Lagrange
Para M. L. P.: Quien, como todo lo entiende, desde siempre sabe que es la Mujer conque el Señor Dios, a poco de iniciar mis edades, me premió ante tantas soledades haciendo que la encontrara en mi camino; crecí con su ejemplo, estudié y me formé a su semejanza, he viajado por estas tierras y a los confines del mundo con Ella a mi lado, trabajo y me alegro o lloro con Ella a mi lado, amo y odio con Ella a mi lado. Es la Mujer en cuya presencia seré juzgado.-