Los almanaques se sucedieron uno a uno surcando unas cuantas décadas -demasiadas tal vez- desde que aquel pibe, por la infinita sabiduría y bondad del que todo lo sabe ante una ausencia irremediable, a partir de sus primeras palpitaciones y hasta el inicio de la primaria en la escuela de los curas fue criado, educado y formado con una disciplina espartana por las intransigentes y fascinantes religiosas del colegio de las monjas del barrio orillero y bravo. Cotidianamente, entre la salida del turno matutino y el ingreso al vespertino, y cuando finalizaba la jornada escolar -ya sobre el atardecer- para las chicas del barrio, el chiquilín tenía el permiso de su jovencísima, admirable e inteligente tutora -mientras ella atendía a las mamás y el egreso e ingreso ordenado de las alumnas- para dirigirse, siempre bajo su atenta mirada, a desarrollar la diaria aventura en los confines del universo que por entonces eran sus dominios: la peluquería del Abuelo Don Ángel, ubicada inmediatamente a continuación de la Sastrería Vergara, entre el propio colegio de las monjas y la verdulería del Tío Fito Cavalli a la que inmediatamente seguía, como continuidad del mismo frente, el portal -con antiguas, altas y robustas puertas de madera trabajada, siempre abiertas- del zaguán de techo abovedado que servía de ingreso al profundo, fantástico y a la vez misterioso pasillo de Los Ángeles Caídos.
En aquel tiempo las peluquerías eran una especie -hoy extinguida- de academias. A ellas no sólo se concurría para el corte de cabello, pelusa y barba con fomentos, lustrado de los zapatos y otros variados acicalamientos masculinos mientras se leía una pila de revistas deportivas e historietas. También, en esos recintos cuyas paredes estaban cubiertas por espejos gigantes finamente enmarcados, se encontraban prolijamente ordenadas cómodas sillas para la espera del correspondiente turno, enormes vitrinas de vidrio biselado destinadas a la exhibición de productos destinados al peinado y cuidado de los cabellos, mobiliarios de maderas trabajadas exquisitamente lustradas y sillones reclinables para la atención de los clientes. En esos ambientes tan interesantes, que olían a fragancias cambiantes a cada momento, los especialistas del oficio -los peluqueros y barberos- oficiaban y arbitraban como avezados profesores sobre los más diversos temas: poseían una infinita y asombrosa capacidad de esclarecimiento para las más intrincadas y complejas cuestiones de la introspectiva, las experiencias inagotables de indagación en los entresijos del alma, cada uno y todos los reflejos de las múltiples facetas que asumen y desarrollan los seres humanos, los aspectos únicos o iterativos de las modalidades en los comportamientos adoptados en el decurso existencial, los análisis y conclusiones de los correctos procedimientos y acciones ante las más difíciles situaciones, los códigos del respeto, las formas y conductas insobornables, los ritos, gestos y actitudes, las palabras y los silencios, la reserva y la discreción que debían regir -y de hecho así lo hacían- la vida de las personas.
La peluquería del Abuelo Don Ángel no tenía tanto lujo ni variedad de afeites, en realidad no era para nada lujosa y bien se podía catalogar como modesta. Debía ser la peluquería más humilde del barrio y de muchos barrios de la gran ciudad. Pero, sin tantos medulosos razonamientos y palabras difíciles se encontraba la verdadera sabiduría de un Hombre con su inagotable experiencia e infinita bondad ante cualquier circunstancia: un Maestro de las cosas del fútbol, de la vida y del corazón. Un formador de pibes y adolescentes o una guía señera para los mayores, en general de todos aquellos quienes, con la agradable excusa de ir a cortarse el cabello o simplemente a charlar con el veterano concurrían a su peluquería, se iban haciendo derechos y desarrollando parejitos o salían reconfortados de ánimos y en sus espíritus con sólo escucharlo, incluso en sus largos silencios. “Porque muchas veces con las palabras comienza la confusión”, decía.
Seis días infinitos que hubiera borrado de los almanaques de todos sus días y siete noches de angustia en las que el insomnio no se le despegó siquiera durante un instante le llevó al Abuelo Don Ángel asumir la cruda confesión de uno de sus tantos nietos en el cariño del barrio, el mismo que por hechos y circunstancias que no vienen al caso y son parte de otra historia, era su preferido. Experimentaba algo así como que una inextinguible tropilla de potros salvajes le pateaba las mandíbulas, que mechas de taladros gigantescos le horadaban tanto el corazón como las sienes y que una iniquidad sin lógica le robaba arteramente el destino. Seis días y siete noches de una obsesión dolorosa desde que ese mocoso, cinco años, una nadería a esa altura de la existencia, la vida con sabor a chocolatada, candeal, pan con chicharrones, caramelos y chicles, le dijo simple y sencillamente una reflexión tan profunda como desmesurada para los habitantes de estos arrabales del mundo que sofocaba a azufre recién quemado en el mismo infierno. Le manifestó: “Abuelo Don Ángel, no me gusta el fútbol”.
Seis días y siete noches maldijo, puteó y recontraputeó el Abuelo Don Ángel, un futbolero de alma, a su propia y evidente mala fortuna hasta que desesperado pero no desesperanzado y menos aún desahuciado resolvió que en su dilatada historia personal había entendido que ser y existir, en algunas situaciones, es salir derrotado, pero esa vez, justo esa vez, no podía ni debía perder. Y para comenzar la sacra cruzada de la reconquista eligió una estrategia arriesgada con una táctica temeraria: presentar al fútbol con un relato inteligente y hábil capaz de atrapar a ese chico, casi como un cuento.
Fue así que el Abuelo Don Ángel expuso la voz a los oídos y las gesticulaciones a la observación del preferido de sus nietos en el corazón y le contó que una cancha es el más verde de los mares de césped, tan manso como parece, suele enfurecerse con los que se olvidan de que jugar es conmoverse y, entonces, los castiga generando partidos horribles. Le dijo también que el aire, por supuesto, es invisible pero está lleno de gambetas que andan buscando cualquier pierna que las haga viajar hacia los más ilustres destinos. Adivinó asombros en los ojos del niño y por eso le explicó que hay arqueros que saben que un arco es una fortaleza sin puertas; que las redes son mudas pero viven haciéndole invitaciones a los grandes goleadores; y que una tribuna tiene corazón sensible y también fuerza indomable pero, sobre todo, si se la mira bien, es un libro que en cada página habla sobre el pueblo y sus esperanzas. Finalmente le confesó, casi como en un susurro y con tono confidencial, que no siempre pero sí en las tardes perfectas, en el fútbol los buenos pueden ganar.
El purrete palpitó el relato entre silencios y se fue de la peluquería hacia los brazos extendidos y protectores de la deliciosa monjita, que lo aguardaba plena de Amor trasuntado en una sonrisa amplia y generosa, con la sensación mansa que sólo provocan los cuentos. Convencido ingenuamente, además, de que había escuchado un cuento. Porque lo único que no le dijo el Abuelo Don Ángel Bifarello a uno de sus últimos nietos entre tantos que tuvo en el barrio, el de su predilección, es que todo eso que le había contado no era un cuento sino la más pura y maravillosa verdad, la realidad.
Para M. L. P.: Quien en esta devaluada vida cotidiana es la más extraordinaria y segura depositaria del Amor de una humilde vida común, el mío.-