Está vivo y coleando. Todos lo conocemos como el autor de El nombre de la rosa y, algunos, como el gran semiólogo que también es.
Lo que le distingue de sus ilustres predecesores es que Umberto Eco es muy popular.
Sus novelas se leen y sus ensayos interesan a investigadores y a curiosos. Visitador fervoroso de universidades, redacciones y platós, acumula 38 doctorados “honoris causa”, ganados en todo el mundo. De premios tiene los más codiciados; desde el Príncipe de Asturias de Comunicación a la Legión de Honor francesa, pasando por el Foro de Sabios de la Unesco. Solo le falta el Nobel, pero todo se andará.
Vive con su mujer, Renate Ramgel, alemana especialista en arte, en un dúplex de un edificio antiguo de Milán. Sus ventanas dan al castillo Sforzesco, una enorme fortificación renacentista del siglo XV, rebosante de turistas. Uno de los pisos está dedicado a despacho y biblioteca, con cuatro salas repletas de libros. Pero su sancta santorum es un pequeño despacho que atesora las ciencias prohibidas: ocultismo, sociedades secretas, esoterismo… Es el material que utiliza en sus novelas de misterio, desde El nombre de la rosa a El cementerio de Praga. Publicada en 2010, esta última desató una gran polémica por abordar de forma humorística el nacimiento del antisemitismo en Europa. Protestaron la Iglesia católica y el rabino de Roma: la primera, porque Eco se permitió llamar a los jesuitas “masones con faldas”; el segundo, porque temía que la difusión de las conspiraciones del XIX despertara de nuevo el odio antijudío. Pero Umberto Eco, feliz. Su vida privada es más bien discreta, pero en lo profesional es un gran provocador. Incluso ahora, a sus 80 años.
Un chico inquieto en un país nuevo
Nació el 5 de enero de 1932 en la ciudad piamontesa de Alessandria, cuando Mussolini llevaba 10 años en el poder. Hijo de Giovanna Bisio y de Giulio Eco, contable, su padre participó en la II Guerra Mundial, que Umberto y su madre pasaron en un pueblecito del Piamonte. Educado por los salesianos, se matriculó luego en letras en la Universidad de Turín, donde se licenció en 1954. Para los jóvenes inquietos era un momento dulce: la guerra había acabado y empezaba la reconstrucción. El debate social renacía. Italia salía de más de 20 años de aislamiento cultural.
Para su licenciatura, Eco eligió una tesis, El problema estético en Santo Tomás de Aquino, que le enganchó para siempre a los temas medievales. Pero sobre todo le sirvió de ariete contra posturas anticuadas. Por ejemplo las de Benedetto Croze, el filósofo más conocido de Italia, cuya estética tenía una base idealista. Croze profesaba las teorías tradicionales sobre el arte. Lo consideraba un fenómeno inexplicable, inefable, indescriptible… Pero en Italia la gente común empezaba a oír otras voces y a considerar otras ideas. En las peluquerías se discutía sobre los Beatles y las pinturas de Picasso. La opinión más corriente era: “No entiendo nada, pero”… En ese contexto, el joven Eco decidió dedicarse al problema estético, convencido de que había que abrirse a ideas que explicaran las nuevas formas de arte.
Dirigido por Luigi Pareyson, catedrático de estética, se lanzó sobre esa tesis difícil, porque Santo Tomás nunca se interesó por la estética. Eco tuvo que espigar las alusiones al tema en toda la obra tomista. Y logró extraer un nuevo punto de vista: para Santo Tomás, la experiencia estética no es intuitiva ni se desarrolla en la primera operación de la mente (simplex apprehensio), sino en la segunda, llamada compositio et divisio, o juicio. En todas las actividades humanas, en el arte también: un gol en la portería del idealismo etéreo y un camino investigador abierto para Eco.
En los años siguientes trabajaría como profesor en las universidades de Turín, Florencia y Milán, para acabar siendo el primer catedrático de semiología en Bolonia. Pero también dedicó su gloriosa juventud a fregados más tentadores: la poética de vanguardia, la historia de la estética… Nada más licenciarse se integró en el grupo 63 de poetas experimentales italianos, que le eligió como guía teórico. Y empezó a trabajar para la RAI, la televisión pública italiana, que acababa de inaugurarse.
Un hallazgo feliz, los mass media
Se iniciaba la época de los mass media con sus nuevas formas de expresión. Para Eco, el problema moderno estaba ahí, en la comunicación: había que saber cómo funcionan los procesos comunicativos y los mensajes estéticos antes que ocuparse de los sentimientos que provocan. Tenía la suerte de estar asistiendo desde el balcón privilegiado de la RAI a los cambios explosivos de la sociedad italiana. En apenas 10 años, el cine (Fellini, Antonioni…) y el diseño italianos habían logrado el reconocimiento internacional justo por su capacidad de representar la estética contemporánea…Todo lo cual chocaba con la desconfianza tradicional de muchos italianos hacia cualquier idea nueva. A sus representantes, Eco les llamó con agudeza “apocalípticos”.
Durante esos años de la RAI, Eco conoció a muchos artistas de vanguardia. Para uno de ellos, el musicólogo Luciano Berio, escribió un ensayo llamado I problemi dell’opera aperta, que acabaría siendo uno de los capítulos de Opera aperta (1962), el trabajo que le dio a conocer. En él, Eco afirmaba que el arte es conocimiento y puede ser descrito por modelos cognitivos científicos; la interpretación de la forma artística necesita de la cooperación del destinatario. Y en este sentido, el arte actual es un proceso abierto entre el artista y el receptor.
Esta idea, que daba el tiro de gracia al concepto idealista tradicional, suscitó en Italia una intensa polémica, del entusiasmo al insulto, y convirtió a su autor en el teórico de la nueva vanguardia. Eco, sin embargo, nunca dio su investigación por cerrada: muy exigente consigo mismo, siempre se enfrenta a las cosas de forma crítica. Más que un filósofo sistemático, es un estudioso terco e inspirado que nunca se da por satisfecho.
En 1964 publicó Apocalípticos e integrados, sobre los mass media, donde analizó las posiciones de Herbert Marcuse y Marshall McLuhan como representantes de hipótesis contrarias. Los apocalípticos, Marcuse, consideran las comunicaciones tecnológicas y la industria cultural como un condicionamiento ideológico; los integrados, McLuhan, como la posibilidad de expansión de los espacios culturales. Para Eco, ambas posiciones son aprovechables. Los apocalípticos, al renegar de la cultura de masas, siguen afirmando un concepto antiguo y aristócrata. El defecto de los integrados es que no les preocupan los contenidos de los mensajes. Eco define la síntesis entre ambos como “análisis estructural”: la difusión de la industria cultural es un fenómeno imparable, donde el intelectual debe actuar para defender las necesidades de las personas, desconcertadas por el aluvión de mensajes. Sintético y pragmático, como siempre.
Un semiólogo que contacta con la calle
Por esa época inició su despegue como semiólogo. La semiología o semiótica es una de las ciencias del lenguaje que floreció en los 70 y que estudia los sistemas de signos en general, incluyendo el lenguaje humano. La semiótica puede entenderse también como una ciencia social que se ocupa de cómo funciona el pensamiento, cómo capta el contexto, utiliza las experiencias y se transmite. En los 60, las ideas de Eco fueron fundamentales para su desarrollo. Como siempre, su mejor aportación ha sido su brillante capacidad para sintetizar teorías muy diferentes.
En 1968 publicó La estruttura ausente, que reescribió en 1973 de un modo más orgánico y en inglés: A Theory of semiotics. En esta obra, clave en su trayectoria, que en castellano se llama Tratado de Semiótica General (1975), Eco rechazaba cualquier cuestión ontológica y formulaba uno de sus credos pragmáticos: una síntesis global de todos los sistemas de significación y comunicación y una teorización ordenada de la disciplina. Eso permitió a la semiótica mostrarse frente al mundo como una disciplina científica. Eco logró, además, su divulgación, no solo entre los especialistas, sino entre el público en general. ¿Por qué? Porque en sus exitosas novelas están siempre presentes de algún modo la historia y la semiótica, sus dos pasiones intelectuales.
Algunos conceptos básicos de Tratado fueron modificados de nuevo por su propio autor en una serie de artículos recogidos en el libro Semiótica y filosofía del lenguaje (1984). Su última obra teórica, Kant y el ornitorrinco (1997), hace una reflexión sobre los procesos humanos de semiosis y los vincula con la teoría de la percepción, de Kant.
Pero no todo es semiótica. Entre obra y obra teórica, este intelectual hiperactivo ha escrito muchos textos circunstanciales, desde la historia de la belleza y la fealdad hasta sus recientes confesiones de un joven novelista…que es él, a sus 80 años cumplidos. Y por supuesto sus famosas novelas.
El nombre de la rosa: rara, densa, magnífica
Eco empezó a publicar sus obras narrativas a una edad madura. Esperó hasta 1980 para publicar su primera novela El nombre de la rosa, que combina todos los temas teóricos de su obra con una excelente reconstrucción histórica y una trama ingeniosa. Este denso relato transcurre en una abadía medieval italiana donde el protagonista, un fraile inglés llamado Guillermo de Baskerville, investiga una serie de asesinatos hasta resolverlos. En parte homenaje a su admirado Borges (Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego está inspirado en él), la obra es un raro y genial puzzle de diversas formas literarias: la novela negra, el género histórico, incluso las historietas de humor modernas. Se convirtió en el acto en un bestseller: en un mes se vendieron 600.000 ejemplares en Italia, que acabaron siendo 30 millones en todo el mundo.
El Péndulo de Foucault (1988), su segunda novela, recurrió a la tradición ocultista y masónica para expresar la irracionalidad de los actuales terrorismos y mafias. Pero no gustó tanto ni a los críticos ni a los lectores. Tampoco su siguiente obra, La isla del día antes (1994), parábola kafkiana sobre la incertidumbre. Publicó después Baudolino (2000), una novela picaresca, también ambientada en la Edad Media, que fue otro éxito. Sus últimas novelas son La misteriosa Llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010).
Fuente: Marisa Pérez Bodegas /FILOSOFÍA HOY