Debe haber sido hace un par de semanas atrás de este invierno cuando el Gallego Felice, uno de los mozos del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, confesó, por fin, que lo que menos le atraía del fútbol era el fútbol. Se trataba del más grande y extraordinario de sus secretos. No le gustaba el fútbol pero lo entendía a la perfección, conocía sus códigos, sus lógicas generales y sus minucias más estúpidas, recordaba con detalles pormenorizados goles grandes y goles pequeños y, por supuesto, estaba en condiciones de repetir todas las formaciones del tiempo en el que los equipos no estaban en permanente subasta y una formación, ‘una squadra’, era siempre la misma formación. No le gustaba el fútbol, pero lo aprendía porque le abría casi una pasión dentro de otra pasión, le permitía algo que, en definitiva, era el corazón de su secreto. No lo supo nadie hasta el día de esa confesión rotunda: el Gallego Felice, uno de los mozos del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, amaba del fútbol el ritual de hacer la cola para sacar las entradas.
“Imagínense -les pidió a los concurrentes infaltables en aquel día tan frío como el de hoy de hace ya un par de semanas- , imagínense de verdad, muchachos, que yo había llegado a este país desde tan lejos y solo, recorría las calles de esta ciudad angustiado y solo, observaba a orillas del río amaneceres, atardeceres y noches solo, veía el sol y veía la lluvia y seguía solo. Había tardes en las que yo mismo, reflejado en alguna vidriera, me decía ‘buenas tardes’ y esperaba ansioso mi respuesta para asegurarme que el hombre que yo era estaba en condiciones de sostener un diálogo. Fue entonces cuando descubrí las colas para sacar entradas”.
Tal vez, porque hay hábitos que no se rompen ni a la hora de las confesiones, el Gallego Felice trajo una vuelta de café que ninguno le había pedido. “Imagínense, muchachos -insistió- , la oportunidad que representaba para mí. En las colas había gente, gente que no se me escapaba, gente que no tenía otra cosa que hacer que avanzar lentamente y conversar porque en las colas para sacar entradas el presente no es nada, se puede llenar con cualquier cosa. Lo único que importa es el futuro, que consiste en tener la entrada. Me di cuenta rápido: hacía las colas y charlaba de lo que fuera así los demás llenaban su vacío de ese rato y yo llenaba mi vacío cotidiano”.
En ese punto, ni uno de los habitués del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras se salteó pensar en sus propias y muchas horas destinadas a hacer colas en busca del premio de obtener la tan ansiada entrada. Alguno estuvo al borde de hacer un comentario, pero el Gallego Felice, el mozo, retomó su confesión: “En esas colas, yo pronunciaba y escuchaba nombres de jugadores, pronósticos y memorias de penales y jugadas fantásticas. A veces, en pocos metros, encontraba con quién elogiar y con quién criticar a un mismo árbitro. No era decisivo. Sólo rogaba que los partidos fueran convocantes para la gente y eso provocara colas largas, así yo tenía con quiénes charlar”.
Para cuando repartió su segunda y espontánea vuelta de café, el Gallego Felice, ya había entregado mil pormenores sobre la gama de rufianes, hipócritas, indiferentes, atentos, sinceros y generosos con las que se había topado en las innumerables colas que habían transcurrido en su vida. Entonces, justificó que hubiera llegado la hora de su confidencia mayor: “Hace ya un largo tiempo, advertí que se venía un clásico. Desde luego, fui y me aposté al final de una cola extensísima desde las que surgían voces estúpidas y voces sabias. A mi lado, ni adelante ni atrás, a mi lado, se para una mujer. Charlamos lo que duró la cola: dos horas, o cinco, o diez. No podíamos parar de charlar y no lo hicimos hasta que ambos nos contamos que estábamos ahí por lo mismo, tratando de espantar la soledad. Imagínense, muchachos, que no hizo falta nada mas: desde entonces, estamos juntos”.
Una ancha, inmensa ola de alegrías, de aplausos y de asombros cruzó el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras. El Gallego Felice cerró su confesión, aceptó las felicitaciones y, en un ademán hecho vértigo como el de los magos prodigiosos, metió las manos en todos sus bolsillos. Desde ellos sacó la más fabulosa colección de entradas que alguien haya recordado jamás. La volcó sobre una mesa y, sonriente, dijo: “Aquí las dejo. Imagínense, muchachos, yo ya no las necesito”.
Chalo Lagrange
Invierno, julio de 2007.-
Para M. L. P.: Con quien mi historia comenzó hace casi todo mi tiempo y creció tanto que no tengo palabras para decirle cuánto la Amo.-