XXXIV.- Cuentos para pibes en soledad

Todas las tardes de todos aquellos años en los que el Destino quiso que ante la ausencia que acopla la soledad fuera por y para siempre mi Mamá en el Amor, en el corazón y en el cariño de las entrañas, el que no se le despegó de su lado hasta que otra vez el Destino, siempre el Destino, hizo que muy temprano en la edad saliera a caminar dejando huellas por el mundo. La Rina me hizo pasar los momentos más felices de mi vida usando su voz mansa, su colección de caricias y sus inagotables cuentos de fútbol. La voz particularmente mansa y la colección de caricias, presumo, las había entrenado durante los lustros que le llevó transformar su esperanza de ser Madre en la certeza de no serlo. El arte de narrar cuentos de fútbol, en cambio, le había brotado de la casualidad. Recuerdo el primero, un martes de tormentas, mientras me encontraba enhebrando con mi carencia un llanto en silencio entre largo e interminable. La Rina, advertida por intuición de Mujer, de Madre y de Maestra de la vida y del corazón, inventó la futbolera historia del Lobo Feroz, aquél que abandonó salvajismos y agresividades y se volvió un amigo amable cuando le enseñaron a jugar de marcador de punta. El resultado fue fantástico, lo tengo presente como un preciado tesoro: me entregué primero a la risa, luego a la sorpresa y, finalmente, al amparo de la ternura de su regazo. Nunca supo la Rina por qué eligió o de dónde le vino ese relato, pero lo cierto es que desde entonces no paró de contarme cuentos de fútbol.
Generalmente, con el rigor de la verdad todos los días, más que renuente para irme del cálido cobijo de la escuela pasando por los distintos aromas y vivencias de casa en casa del barrio hasta llegar muy tarde, ya por la noche, a la orfandad de la mía, me entusiasmó durante meses con las aventuras del delantero que viajaba de país en país haciendo gambetas entre la gente, los mares y las montañas, en busca de un arco perdido. Cuando a la Rina le parecía que el delantero había agotado los caminos y también los países, lo dejaba descansar por unas tardes y detallaba los movimientos de la pelota mágica, que era la más increíble de las pelotas de fútbol, ya que se convertía en nieve en los inviernos y en sol en los veranos.
Como Hijo del Corazón de la Rina, la fabulosa cuentacuentos de fútbol, sabía de memoria -y aún recuerdo con nostalgia- el cuento del defensor que jugaba de defensor no para quitarle la pelota a los rivales, sino porque intuía que había tesoros ocultos en las áreas grandes. Pero, mi preferido era el del rey que se había refugiado en la torre más alta de un castillo, no porque le diera tristeza ser rey o porque ser rey lo empujara hacia la soledad, sino porque desde ahí arriba veía todos los partidos de fútbol del pueblo.
Una vez de las muchas, escuché atentamente, a solas como siempre, apoltronado con las piernas cruzadas sobre el asiento de su sillón en el escritorio del aula y Ella sentada en el primer banco, tomando ambos la merienda como si habitáramos la imaginaria cocina de un hogar, la historia del arquero que atajaba al mismo tiempo en dos arcos. A punto de cerrar los ojos para imaginar más profundamente la historia, le solté una pregunta a la Rina, mi Mamá del Corazón: “¿El fútbol es un sueño o es real, es un cuento o una verdad?” La Profesora Rina Cristina Alignani, la Mujer vital, persuasiva, convincente y plena de Amor me contestó que probablemente fuera todo al mismo tiempo mientras, al compás de su voz mansa, empezaba a ensayar el próximo cuento.

Chalo Lagrange
Primavera (en sus días finales) diciembre de 2007.-

 Para M. L. P.: A quien estremecidos como transparentes esmeraldas yo vi sus ojos brillar y no lo he de olvidar. Muchas gracias, mi Amor.-

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