Durante el peor de los tiempos de mi tierra, me refugié en un estadio de fútbol. No fue una acción provocada por una pasión buena o loca, sino la imposición de una realidad feroz y gracias a la acción valiente y solidaria de uno de los más grandes dirigentes del fútbol argentino y de Rosario Central. En una calle, me hubieran detectado a solas o con mi esposa muy fácilmente; en un bar, una confitería o un cine, me hubieran atrapado; en mi casa, me hubieran matado, de hecho dos veces fallaron. En el estadio que ahora todos conocemos por su nombre propio y popular como “Gigante de Arroyito”, que se estaba reconstruyendo para ser una de las sedes del mundial de fútbol a disputarse en el País del Fin del Mundo, azar o misterio jamás me encontraron.
Después de más de treinta años se lo revelé así, sin disimular nada, al Dante Valle, al Mirito Escauriza y su esposa Carola, a las Compañeras que acompañaban a sus esposos y a sus hijos, al más veterano de los mozos y a todas las chicas y los muchachos del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, un lugar hecho para que las cosas del fútbol, de la vida y del corazón se transformen en conversación, justo el 9 de julio de 2007, un día de invierno que presagiaba que en Rosario podría nevar como sucedió, y también recordamos entre fragantes cafés con nuestras propias anécdotas individuales, una lejana siesta del 16 de julio de 1973. “En aquellos años entre 1976 y 1978, aunque luego prosiguió la persecución y el acorralamiento de otra forma -expliqué- para nosotros -para mi esposa y para mí- la naturaleza adquirió otra forma: un día no era el tiempo en que el sol viajaba desde detrás de las islas del inmenso río Hijo del Mar color de león para ponerse tras el horizonte en la inmensidad de la pampa gringa, sino de la segunda bandeja de una tribuna en construcción a la otra ya erigida y techada que da espaldas a calle Cordiviola; una semana no era una sucesión de días y sí el período que iba entre cuando los Canayas vaciaban las plateas y las populares hasta que los propios Pingüinos volvían a colmarlas, porque todos los partidos se jugaban en la cancha del Parque de la Independencia por las obras de la imponente remodelación que daría origen al mítico Gigante de Arroyito. Y un gol no sólo funcionaba como un testimonio de alegría, sino como una demostración de que todavía nuestras muy jóvenes vidas no habían quedado mudas”.
“Nuestros familiares y amigos íntimos, sólo nos veían cada tanto en algún partido”, repasé, hundido en uno de los cafés potentes del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras. Así era: un encuentro corto y a escondidas, una trampa noble en medio de un tiempo de trampas brutas, un respiro entre los ahogos. Cuando el resto de la hinchada se abrazaba a festejar lo que fuese, mi esposa y yo nos prendíamos a los afectos y susurrábamos en los oídos un diagnóstico del presente, una pregunta sobre los viejos amigos o, más seguido, un ‘te quiero’”.
Con la boca en otro café y la memoria en la garganta, conté que transcurrí esa época, siempre junto a mi esposa, desplegando rutinas llenas de significados. En las noches destempladas, dormíamos envueltos en la enorme bandera “Canaya”, azul y amarilla, para certificar que hay pertenencias que jamás se rompen. En las tardes en las que nos sentíamos calmos, nos parábamos frente a las fotos de los grandes jugadores de todos los tiempos hasta esos días, que habían quedado en una sector cerrado para ser adecuadamente resguardadas, y nos invitábamos a repasar viejos momentos de gloria porque, en las horas duras, pocas cosas ayudan tanto como saberse parte de una historia. Y en las madrugadas angustiantes, pisábamos con cuidado el césped que había sido traído especialmente de un pueblito del interior de la provincia, desde María Juana, para ser prolijamente sembrado y cortado como una mullida alfombra verde y dábamos una vuelta olímpica solitaria porque necesitábamos expresar que, a pesar de cada pesar y de todos los pesares, no estábamos vencidos para siempre.
Todo duró, evoqué con la anteúltima gota de café saludándome el mentón, hasta el minuto de ese tiempo peor. En el instante en que los espantos, para nosotros, para mi esposa y para mí, siempre por la acción consecuente, amorosa y paternal de ese enorme dirigente del fútbol e inconmensurable persona de la vida, menguaron un tanto y se inauguró una era distinta: la de “libertad vigilada”. Les hicimos tres caricias a cada uno de los caños de los arcos que ya habían sido colocados, le dimos las gracias por la larga compañía a los banderines de los corners, nos animamos a dar una vuelta olímpica más, esta vez de real victoria, y dejamos el estadio, caminando rumbo al mundo, de nuevo en libertad, aunque fuera vigilada.
Con el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras verificando que el invierno, además de presente, era enérgicamente frío como no lo era desde hacía muchos años, cerré mi relato: “Ahora, con regular frecuencia, igual que miles y miles, volvemos al estadio “Gigante de Arroyito”. Y soy uno más junto a mi esposa y mi hija, que recién pudo ser traída al mundo cuando hubo pasado ese tiempo de horror: saltamos y cantamos, nos enojamos y conmovemos, sonreímos. Sólo cuando nos abrazamos con otros Compañeros Canayas me acuerdo que ese estadio alguna vez fue mi hogar”. Alguien, entre todos los presentes, que individualicé porque adelantó un rostro hermoso y fresco, muy joven, que enmarcaba unos bellísimos ojos pardos que me parecieron más brillantes y más húmedos de lo que podían ser, tal vez por el frío, me preguntó: “Por qué”. Entonces, hice nadar los labios en otro trago de café y dije para todos, porque en el amplio recinto se había hecho un reverencial silencio aprovechando la enorme pregunta que imponía mi pronta respuesta: “Porque en cada abrazo, nuestra hija nos sigue susurrando a cada uno: te quiero”.
Chalo Lagrange
Invierno, julio de 2007.-
Para M. L. P. Con agradecimiento y en memoria a Don Santiago Bravo que llenó de Amor y códigos de conducta mi vida. Entre tantas citas de la universidad de la calle me decía: “Muchos confunden el Amor con sexo o con la necesidad de protección o admiración”. Usted que todo lo entiende sabrá entender, todo.-