Lo cuentan todavía los viejos pescadores, los veteranos orilleros y parro-quianos de los bares tan seguros como cuando dicen que el agua traerá la bondad o la maldad. El Jugador Navegante fue el más completo y, tal vez, el mejor futbolista que jugó en las orillas de las riberas bajas, al lado del imponen-te y maravilloso río, por estos barrios de la Ciudad Más Futbolera del Mundo. Llegaba a las playas muy temprano, con los primeros rayos del sol asomando detrás de las islas, a lo sumo, si se le hacía tarde con los segundos rayos, y maravillaba en una docena de partidos continuados bien pegado a la orilla, allí donde suave, muy suavemente, cuando el Hijo del Mar no está enojado, besa los pies de las gentes como una bendición divina. Sabía hundir o liberar la pelo-ta en la arena, dominaba el instante en que al paso de los gigantescos barcos mercantes por el canal el oleaje angostaba y ensanchaba las canchas y se mo-vía como un artista en las partes inundadas, resbaladizas. En serio, de verdad: era capaz de eludir al mismo tiempo a los rivales y a la espuma de las olitas en las que en sus crestas doradas se reflejaban las horas brillantes del día.
Como todo buen talento, El Jugador Navegante guardaba un misterio: desaparecía con la primera señal del atardecer, puntualmente cuando el sol se inclinaba sobre el poniente para esconderse detrás de la línea del horizonte. Luego, resultaba imposible encontrarlo hasta la mañana siguiente, aunque se lo buscara con la perseverancia y minuciosidad de los detectives. O jugaba en las playas, en las orillas de las riberas bajas, o no estaba. Era así o así.
Ese misterio se develó en un otoño en el que se prolongaba un verano de tibiezas, más o menos como sucede este año después de tanto y todo el tiem-po transcurrido, que aún genera nostalgia. Apareció en la playa que se encuen-tra aguas abajo y cercana a la desembocadura del arroyo Ludueña un turista que venía desde la otra punta del planeta, donde comienza el mundo. El hom-bre estaba en pura paz cuando de una, de repente, advirtió que El Jugador Na-vegante desfilaba ante su vista. Al instante, se transfiguró. Una sonrisa amplia de dientes blancos y ojos chispeantes le atrapó la cara entera. “Es él, el mejor de los que juegan al lado de las aguas”, gritó entusiasmado, hecho una euforia. Hubo perplejidad. ¿Cómo podía conocerlo? Un volante tapón se lo preguntó y el turista arrastrando las eres y con un inconfundible acento francés contestó encantado: “Lo veo jugar todos los días en la playa de la ribera baja del Marne, el río que huele con la fragancia a lavanda, de donde vengo. Es fascinante, créame, inigualable, fantástico”. Tiene sólo un misterio: siempre desaparece con la primera señal del atardecer…”
Todos entendieron todo al momento. Era tal la pasión que El Jugador Na-vegante sentía por lo que hacía que cada día cruzaba el mundo a través del agua de ríos y mares para jugar sin parar. Por eso desaparecía en los atarde-ceres… También bastó un momento para que, revelado su secreto, El Jugador Navegante abriera otro misterio insondable y saliera para siempre de la esce-na.
Desde entonces, entre los más veteranos orilleros habitués del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras y en otros bares de gran bute de La Ciudad Más Futbolera del Mundo, hasta hay quienes aseguran que, gracias a su habi-lidad, se metió en el agua y se transformó en parte de la inmensidad. Cuesta creerlo. Los que sienten tanta pasión por lo que hacen jamás abandonan el juego, nunca dejan la cancha. Eso explica aún ahora, por estos mismos días, en las mañanas de niebla, que los viejos pescadores mientras recogen sus lí-neas y barriletes levanten la vista y perciban que por ahí, en alguna playa orille-ra de la ribera baja, anda inspirado El Jugador Navegante, como una maravilla que nunca se acaba, igual que nunca se acaba la magia deslumbrante del le-gendario río color de león o del que huele con aroma a lavanda.
Para M. L. P.: Con quien todo hecho fundamental o trascendente de mi vida está vincu-lado de una u otra forma.-
Chalo Lagrange
Otoño, mayo de 2008