El Juan Enrique Dubra, el Quique Dubra, avanzaba arrastrando los pies, con la garganta molida, la voz y el alma apagada cuando entró al Bar de la Esquina de las Cuatro Fronteras con dos muecas de derrota.
“No se dio”, dijo en esa tarde soleada pero gélida, en la que como en todas sus tardes de todos los días de fútbol desplegaba el itinerario que iba desde alguna cancha hasta el mítico bar. ”Tuvimos toda la voluntad, pero al final, justo al final, las cosas se complicaron… y la cagamos muchachos”, se explayó con sonidos que apenas se dejaban oír. Entrenado en escucharlo, el Doctor Adrián Santos, el Goleador Santos le preguntó qué había pasado. El Quique Dubra dibujó una tercera o cuarta mueca de derrota y pronunció una certeza: “Cobramos un penal que no era penal. Casi nos matan”. El Goleador Santos lo entendió resignado. Tanto él como todos los miembros del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras sabían que el Quique Dubra tenía una única singularidad en la existencia: era hincha de un referí.
Ni el propio Quique Dubra conocía cómo había empezado esa devoción irrepetible. Algunos creían que el origen profundo era un acto de conmiseración dedicado a un ser que corría solo de afecto en medio de gentes acompañadas por alientos múltiples. Pero no. Al Quique Dubra, el referí no le parecía un abandonado al insulto, a la puteada, sino un portador de la virtud que define si un hombre es de verdad un hombre: era alguien que no eludía tomar decisiones, o sea alguien que cargaba con el peso de la vida.
Acaso por eso, el Quique Dubra reverenciaba el día en el que su referí dio un córner en el ángulo derecho a favor de un equipo que jamás atacaba por ese sector y, cuando le preguntaron por qué lo hizo, contestó: “Me di cuenta que en la tribuna, atrás de ese rincón de la cancha, se encontraba un pibe que nunca había visto una pelota de cerca”. Entre muchas, enarbolaba otra memoria grandiosa: un jueves, en un invierno de agobios, el referí sancionó un gol inexistente en un partido que iba 0 a 0 porque no quería añadirle al universo otra sensación de vacío.
Aquella tarde del penal mal cobrado, el Quique Dubra necesitó un rato para regenerar el ánimo. Cuatro cafés fragantes y bien servidos le permitieron resucitar la voz. Cuando lo logró, mostró una tarjeta que era roja y era vieja, y contó más historias de ese referí noble. Mientras en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras se anunciaba la noche, el Quique Dubra hablaba intensamente. Hablaba como habla alguien que, a pesar de los abismos de este mundo, siente que el mejor de todos los equipos siempre es el de los justos.
Chalo Lagrange
Invierno, julio de 2012.-
Para M. L. P.: Si verla me da la muerte y no verla me da la vida, prefiero morir y verla que no verla y tener vida.-