CXLII.- UN HUMILDE PERO HISTÓRICO HOMENAJE

Ni al pasar ni al azar ni por ausencia de otros temas fue que el ingeniero Carlos Gerardo Martínez Cenizo, el Carli Martínez confesó que durante tres o cuatro años de su infancia tuvo una obsesión que no sólo no olvidaba, sino que reivindicaba entera. Quería ser arquero de metegol. “Para mí, los arqueros de metegol representaban la imagen de la resistencia, unos hombrecitos que se aguantaban golpes y goles con una dignidad maravillosa y que, a veces, eran la base de los mejores triunfos. La niñez siempre necesita de sonrisas y héroes. Los arqueros de metegol eran los míos”, se justificó el Carli Martínez ante sus compañeros del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, quienes, nobles conversadores de cada día, entendían que la confesión del Ingeniero brotaba en una semana especial. Un día como el que vivían pero de unos años atrás en España, en el país que nació y al que volvió tras el exilio extenso, había muerto Alejandro Finisterre, el inventor del metegol.
Erudito en cada tema el Gustavo Iovaldi, el Flaco Iovaldi, entendió que esa era una circunstancia solemne. Se puso de pie al borde de una de las mesas del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, dejó que su café endulzado en exceso humeara y se enfriara y habló: “Finisterre nos deja el testimonio de que las grandes creaciones humanas a veces surgen en situaciones de dolor. En 1936, durante la Guerra Civil Española, fue uno de los tantos jóvenes que terminó en un hospital a causa de las bombas que el franquismo lanzaba sobre Madrid. Ahí, internado, percibió que la mayor nostalgia de los pibes que sufrían el espanto era jugar al fútbol. Algunos, mutilados, no iban a poder hacerlo más. Por eso, generoso y brillante, se le ocurrió una especie de fútbol de mesa que permitiera que esos pibes recuperaran la felicidad perdida. En los años siguientes, a él, Republicano de alma, le tocó vivir lejos de casa, en Francia, Guatemala, Ecuador y México, hecho un poeta, un editor y, sobre, todo un hombre. Pero su invento viajó más todavía. Hace décadas que es una alegría que da la vuelta al mundo”.
Cuando el Flaco Iovaldi cesó de exponer y su café terminó de soltar humos de fragancia inconfundible, el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras estaba en el mismo lugar que antes, que siempre. Pero sus gentes temblaban. El Gabriel Lozano, el Gaby Lozano, habitué inamovible, le hizo traer al Flaco Gustavo un café nuevo y aplaudió durante un minuto completo. Una emoción le recorría la boca. También él tenía su memoria de metegol: “En un verano, compartí con mis primos el campeonato de metegol más largo de mi vida. Jugamos cuatro días y cuatro noches sin parar. En el medio, comíamos, tomábamos, nos confidenciábamos amores, nos prometíamos viajes, nos reíamos por nada y por todo y nos prometíamos no separarnos jamás. Nuestro querido metegol de madera fue el único testigo”.
El Flaco Iovaldi también aplaudió al Gaby Lozano, y estuvo a punto de detallar cómo había sido la amistad entre Finisterre y el poeta, también español, León Felipe. Pero el doctor Ángel Antonio Alloco, el Tony Allocco, mudo y conmovido hasta ese segundo, lo detuvo. “Mi madre detestaba el metegol -reveló- porque se daba cuenta que era el principal enemigo de mi carrera escolar. Yo quería estudiar, lo juro, pero el magnetismo del metegol era tan grande que, de tarde en tarde me desentendía de los libros y terminaba en algún bar como éste sacudiendo los brazos en unos desafíos fantásticos. Cuando los años pasaron, le admití a mi madre que me perdí algunas clases, pero también le dije que, pegado al metegol, descubriendo los mundos que se abrían en esas tardes, aprendí bastante de la vida. Funcionó: creo que ella ya no odia al metegol”.
Cuatro cafés llegaron entonces, hasta la mesa mayor del Bar de la Esquina de Las Cuatros Fronteras. El Flaco Iovaldi, el Carli Martínez, el Tony Allocco y el Gaby Lozano los dejaron en espera. A un solo tiempo se levantaron y caminaron hasta el rincón donde, seductor e infaltable, un viejo metegol poblaba la escenografía del amplio recinto como en cada bar de estos arrabales de la Ciudad Más Futbolera del Mundo. No tardaron nada en empezar un partido. Era un homenaje al gran Finisterre, pero, en especial, era una oportunidad para ser felices. Jugaron hasta muy entrada la noche. El Carli Martínez, radiante, manejaba al arquero.

Para M. L. P.: Si la belleza, la inteligencia y la dulzura fueran instantes Usted, mi Amor, sería la eternidad.-

Chalo Lagrange

Invierno, julio de 2012.-

Entradas relacionadas