Del mismo modo en que durante una vieja tarde somnolienta de siesta de un cálido diciembre aprendí a andar solo en bicicleta y durante una noche de invierno experimenté cuánto se pierde cuando se pierde un amor, durante el domingo veintitrés de mayo del 2010 aprendí lo que es llorar. Llorar: llorar todo entero, llorar sin consuelo, llorar con conciencia, llorar para afuera, llorar para adentro. Llorar: llorar con mi Viejo.
Lo cuento ahora, sin inhibiciones ni vergüenzas, de cara a cada uno de mis compañeros del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, ese espacio para pensar existencias y pelotazos con la lengua navegando en un lago de café, y lo cuento con este lenguaje no aprendido en ninguna parte y que es propio e inconfundible de Refinería: “Hasta el día de esa final para saber quien se iba al des-censo que Rosario Central perdió con el modesto All Boys en el Gigante de Arroyito, hasta que lo vi llorar a mi Viejo, yo creía que llorar era una circunstancia de los ojos. Sabía que tenía que ver con alguna emoción intensa y, de tanto en tanto, lloraba y hasta lloraba mucho. Pero lloraba sin entender lo que era llorar. Hasta ese día”.
En el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras hay un silencio que haría suponer que el universo descansa. Todo lo contrario. No descansa: el universo me escucha. No se oye ni el ruido que hacen los pocillos de café cuando chocan con los pocillos de café. Sólo el Armando Dalpino, el Referí Dalpino, la gran eminencia del bar con su casi centuria vivida a cuestas, se anima para usar la voz y pedirme que explique más. Y explico más: “El llanto de mi Viejo no eran sus lágrimas, el llanto era él. Él, que tenía la humanidad de las tribunas del estadio repleto de Canayas y las cámaras de la televisión enfocándolo para el País del Fin del Mundo y la posteridad, pero se sentía solo; él, que había visto ganar campeonatos y que podría ver ganar desde el siguiente muchos partidos y otros campeonatos, pero a ese ya lo había perdido definitivamente; él, que recibiría siempre el justo reconocimiento de su aguante por el Canaya con aroma a lavanda traído de Châlons-sur-Marne, en la Champagne-Ardenne de la France, pero estaba prisionero de que algo, acaso un penal no cobrado por el referí, lo llenaba de injusticia; él, que era un hincha Canaya veterano, pero que, atrapado por esa combinación tan humana de soledad, derrota e injusticia, parecía cualquier muchacho, cualquier día, a cualquier hora, en cualquier parte. Entonces aprendí que eso era y eso es llorar”
Respiro. Y termino mi exposición: “Tanto llanto era para mi Viejo que me pu-se a llorar con él. Porque esa es otra cosa que aprendí del llanto: cuando se trata de un llanto que es mucho más que lágrimas, entonces llama a otros llantos. Y, en consecuencia, los otros llantos aceptan y van”. El paisaje del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras avisa que digo lo cierto. Como si fuera mayo, como si transcurriera 2010 y como si mi Viejo en vez de estar en la Tercera Bandeja, la de los Canayas que se nos adelantaron, estuviera ahí mismo, vencido, lagrimeando, nadie para llorar.
Primavera, Octubre de 2013.-
Para M. L. P.: Es cruel cuando alguien especial para vos comienza a ignorarte, pero es más difícil y doloroso aún cuando tenés que fingir que no te importa.-