Cambios, que llega a las librerías esta semana, el autor chino, reciente Premio Nobel de Literatura, propone un fresco de su país por medio de una velada autobiografía de juventud. Aquí, un fragmento sobre la escuela en tiempos de la Revolución Cultural.
MO YAN
Se supone que debería escribir sobre lo acontecido a partir de 1979, pero mis pensamientos franquean ese límite y vuelan hasta esa tarde otoñal de 1969 en que resplandecía el sol, brillaban los crisantemos amarillos y los gansos salvajes iban hacia el sur. En ese punto, mis recuerdos se fusionan conmigo, y mi memoria deviene mi yo de entonces: un niño solo que había sido expulsado de la escuela pero que, atraído por el bullicio del patio, temeroso y encogido, se deslizaba por la entrada sin portero, recorría un largo pasillo oscuro y desembocaba en el centro mismo de la escuela, un patio rodeado de edificios por los cuatro costados. A la izquierda había un poste de roble con un travesaño sujeto con alambre del que pendía una campana de hierro oxidada. A la derecha, una sencilla mesa de ping-pong hecha de cemento y ladrillos; alrededor, un grupo miraba jugar a dos contrincantes. De allí venía el bullicio.
Eran las vacaciones de otoño en la escuela del pueblo, y casi todos los espectadores eran profesores; sólo había unas cuantas alumnas, muy guapas. Eran de la selección de ping-pong formada en la escuela y tenían que participar en el torneo de la capital del distrito que iba a celebrarse con ocasión del Día Nacional, de modo que ellas no se habían ido de vacaciones, se habían quedado para los entrenamientos. Todas eran hijas de cargos de la granja estatal; comían bien, estaban bien desarrolladas, tenían la piel tersa y blanca, y al ser de familias ricas, vestían ropa bonita. Nada más verlas se daba uno cuenta de que no eran de la misma clase social que nosotros, hijos de pobres. Nosotros las admirábamos, ellas en cambio no se dignaban echarnos ni una mirada. Uno de los jugadores era un profesor de matemáticas que yo había tenido. Se llamaba Liu Tianguang. Era rechoncho, pero en cambio tenía una boca enorme donde, según decían, podía meterse su propio puño, aunque nunca realizó esta proeza delante de nosotros -a menudo afloran a mi mente imágenes de él bostezando en la tarima, con esa bocaza abierta de par en par; era un espectáculo imponente-. Así que tenía un mote, «Hipopótamo»; pero como ninguno de nosotros había visto ese animal en la realidad y dado que los sapos también tienen la boca muy grande, y para colmo «hipopótamo» (hema) y «sapo» (hama) en chino se pronuncian de manera parecida, Liu el Hipopótamo pasó -es de sentido común- a llamarse Liu el Sapo. La idea no había sido mía, pero él estuvo haciendo sus pesquisas y llegó a la conclusión de que yo era el culpable. Liu el Sapo era hijo de un héroe de guerra, y además presidente del comité revolucionario de la escuela; ponerle un mote era un delito grave; así, el que me expulsaran de la escuela y me pusieran en volandas de patitas en la calle era lógico e inevitable.
Yo era muy poca cosa, un desgraciado desde la infancia, especialista en pasarme de listo para acabar metiendo la pata en todo. A menudo, cuando trataba claramente de hacer la pelota a algún profesor, éste creía que en realidad estaba intentando comprometerlo o meterlo en apuros. Cuántas veces exclamó mi madre: «¡Hijo mío, eres como el búho anunciando una buena nueva: por mucho que se esfuerce, a nadie alegra!», y era verdad. A nadie se le ocurría nunca relacionarme con una buena acción; en cambio, todo lo malo era culpa mía.
Mucha gente creía que yo era un rebelde, que ideológicamente dejaba mucho que desear, que odiaba la escuela y a los profesores, lo cual era completamente falso. De hecho, abrigaba sentimientos profundos hacia la escuela, y aún más especiales hacia el profesor Liu el Bocaza, porque yo era un niño con la boca muy grande. En una de mis novelas, Bocaza, el personaje del niño está basado en mí mismo. El profesor Liu y yo, en realidad, éramos compañeros de desgracia, y deberíamos haber simpatizado el uno con el otro, o al menos habernos compadecido mutuamente… Si a alguien no le habría puesto yo nunca un mote era a él; estaba clarísimo, saltaba a la vista, pero él no lo vio. Me agarró por los pelos y me arrastró hasta su despacho.
-¡Eres..! ¡Eres.! ¡Eres peor que el cuervo que se burla del cerdo por ser negro! -fue lo primero que me dijo tras mandarme al suelo de una patada-. ¿Por qué no echas una meada y te miras en el reflejo? ¡Así verás tu boquita de cereza!
Quise explicarme, pero él no me dejó. Así fue como un buen niño que abrigaba los mejores sentimientos hacia el profesor Liu el Bocaza -el niño Mo el Bocaza- fue expulsado de la escuela.
Tan poca cosa era yo que, aun sabiendo perfectamente que el profesor Liu había anunciado mi expulsión a todo el mundo por megafonía, a mí la escuela seguía gustándome, y seguía yendo allí todos los días con mi vieja mochila a ver si tenía ocasión de colarme. Al principio, el profesor Liu se ocupaba personalmente de echarme y, cuando me negaba a obedecerle, me agarraba por la oreja o por el pelo y me arrastraba hasta fuera; pero yo volvía a deslizarme dentro antes de que él hubiera regresado a su despacho. Luego mandaba a varios alumnos grandes y robustos para que me ahuyentaran y, si no me iba, me agarraban por los brazos y las piernas, me llevaban hasta fuera y me tiraban a la calle; pero yo ya estaba otra vez en el patio antes de que ellos hubieran vuelto al aula. Siempre me arrimaba a una esquina, encogiéndome con todas mis fuerzas, tanto para no llamar la atención de nadie como para ganarme la simpatía de todos. Allí, en la escuela, los escuchaba charlar y reír, los contemplaba saltar y brincar. Lo que más me gustaba mirar eran los partidos de ping-pong; me resultaban tan apasionantes que a menudo se me llenaban los ojos de lágrimas y me mordía los puños. A la larga ya les dio pereza echarme.
Esa tarde otoñal de hace cuarenta años, estaba yo agazapado en la esquina mirando al profesor Liu el Sapo, que blandía la raqueta de ping-pong que se había hecho él mismo -mayor de lo habitual, con la forma de las palas de cavar que se usan en el ejército-, enfrentándose a la que había sido mi compañera de pupitre, Lu Wenli. Ella también tenía la boca grande, las cosas como son, pero en su caso era proporcionada, no tan desmesurada como la mía o la del profesor Liu.
Incluso en esa época en que una boca grande no era considerada bonita, Lu Wenli pasaba por ser una pequeña belleza. Más aún teniendo en cuenta que su padre era el conductor de la granja estatal y que el vehículo que llevaba era un Gaz 51 de fabricación soviética, imponente y veloz como el rayo. En aquellos años, la de conductor era una profesión muy distinguida. Una vez, el tutor nos mandó hacer una redacción sobre el tema «Mi ideal», y la mitad de los niños escribieron que querían ser conductores. He Zhiwu, el chico más alto y fuerte de la clase, con la cara llena de acné, bigote incipiente y aspecto de joven de veinticinco años, escribió en su redacción:
«No tengo más ideal que éste, un único ideal. Mi ideal es ser el padre de Lu Wenli.»
Al profesor Zhang le gustaba leer en voz alta la redacción que le había parecido mejor y la que le había parecido peor. Antes de leerlas, no decía el nombre del autor; después, nos pedía que lo adivináramos. En aquellos tiempos, en el campo, si hablabas mandarín hacías el ridículo, y nuestra escuela no era una excepción. El profesor Zhang era el único que se atrevía a darnos clase en mandarín. Era diplomado de la escuela de magisterio y tendría entonces poco más de veinte años. Tenía el rostro muy delgado, muy largo y muy blanco; llevaba raya al lado y vestía una chaqueta militar azul desteñido. Se sujetaba el cuello con un par de clips sujetapapeles y llevaba manguitos azul marino. Seguro que vistió otros tipos de prenda y de otros colores, no puede ser que durante todo el año, tanto en invierno como en verano, llevara esa ropa; pero en mi memoria su figura está asociada a ese atuendo. Siempre empiezo rememorando los manguitos de los brazos y los clips sujetapapeles del cuello, luego la chaqueta, y sólo entonces paso a visualizar su rostro, sus facciones, su voz, su expresión. Si no siguiera este orden, jamás podría recordar qué aspecto tenía el profesor Zhang. El profesor Zhang de entonces era un pimpollo, como se decía en los años ochenta; un yogurín, como se decía en los noventa; lo que ahora se llamaría. ¿un tío bueno, quizá?
Debe de haber palabras más en boga, más modernas para referirse a un joven apuesto, ya lo comprobaré cuando pueda consultarlo con la hija de los vecinos. A primera vista, He Zhiwu parecía mucho mayor que él. Decir que podría haber sido su padre sería exagerar un poco, pero habría pasado fácilmente por el hermano menor de su padre. Recuerdo que el profesor Zhang leyó la redacción de He Zhiwu con una entonación burlonamente histriónica:
«No tengo más ideal que éste, un único ideal. Mi ideal es ser el padre de Lu Wenli.»
Tras un instante de estupefacción, el aula se llenó de carcajadas. La redacción de He Zhiwu sólo tenía esas dos frases. El profesor Zhang sujetaba con dos dedos, por una esquina, el cuaderno de redacciones, agitándolo como si de entre sus páginas fueran a salir anotaciones ocultas.
-¡Genial! ¡Verdaderamente genial! -dijo el profesor Zhang-. ¡A ver quién de vosotros adivina de qué genio es esta obra!
Intrigados, nos pusimos a mirar a diestra y siniestra, sin resultado; luego nos volvimos hacia atrás en busca de ese autor genial. Enseguida todas las miradas convergieron en He Zhiwu. Era el más alto, el más fuerte, y le gustaba meterse con sus compañeros de pupitre, por lo que el profesor Zhang lo había colocado al fondo del aula, solo. Pareció sonrojarse un poco bajo las miradas de toda la clase; pero bien mirado tampoco se sonrojó tanto. En su semblante pareció aflorar una leve turbación, pero bien mirado tampoco se lo veía tan turbado. Incluso parecía bastante satisfecho de sí mismo, puesto que en su rostro se dibujó una sonrisa bobalicona, con visos de travesura y cierto aire taimado. Tenía el labio superior relativamente corto, de modo que, cuando sonreía, se le veían los dientes de arriba, amarillos, con las encías moradas y los incisivos separados. Tenía una habilidad extraordinaria para escupir pequeñas pompas por ese hueco, que tenían su gracia al flotar delante de su cara. Y se puso a echar pompitas. El profesor Zhang le lanzó el cuaderno, que atravesó el aula como un platillo volante y fue a aterrizar delante de Du Baohua, una muy buena alumna, que lo tomó con dos dedos y cara de asco, y lo lanzó hacia atrás.
-He Zhiwu -dijo el profesor Zhang-, explícanos por qué quieres ser el padre de Lu Wenli.
He Zhiwu siguió haciendo pompas.
-¡Levántate! -vociferó el profesor Zhang.
He Zhiwu se levantó con expresión insolente y despreocupada.
-¡Habla! ¿Por qué quieres ser el padre de Lu Wenli?
De nuevo resonaron las carcajadas. En medio de la algarabía, Lu Wenli, que se sentaba a mi lado, se echó a llorar sobre el pupitre.
Todavía hoy no entiendo por qué lloraba.
He Zhiwu, con creciente arrogancia, siguió sin contestar a la pregunta del profesor. El llanto de Lu Wenli complicó lo que había empezado siendo una nimiedad. La actitud de He Zhiwu era un desafío a la dignidad del profesor Zhang. Imaginé que, de haber sabido el cariz que acabaría tomando el asunto, el profesor Zhang no habría leído en voz alta y delante de todos nosotros la redacción de He, pero «flecha disparada no tiene vuelta atrás», de modo que no le quedó más remedio que aguantar el tipo.
-¡Largo de aquí!
Nuestro genial compañero He Zhiwu, que era todavía más alto que nuestro profesor, abrazó la mochila, se tumbó en el suelo, se hizo un ovillo y echó a rodar por el pasillo de aproximadamente un metro de ancho que había entre las mesas. Nuestras carcajadas se extinguieron apenas proferidas. El ambiente en el aula había cobrado una gravedad que ya no admitía risas, debido a la iracunda palidez del profesor y a los sollozos intermitentes de Lu Wenli. El cuerpo ovillado de He Zhiwu no rodaba con fluidez, porque no podía evitar desviarse, y se iba dando aquí y allí con las patas de los pupitres y las banquetas. Cada vez que chocaba, tenía que corregir el rumbo. Además, el suelo de ladrillo gris había quedado todo rugoso y desigual por los pegotes de barro que dejábamos con nuestros zapatos al entrar. Si uno se ponía en el lugar de He Zhiwu, no debía de ser nada fácil rodar por ese suelo. Pero peor debía de ser para el profesor Zhang. La dificultad de He Zhiwu era física; la del profesor Zhang era moral. Maltratarse a uno mismo para castigar a otro es propio de canallas e indigno de héroes. Pero los que son capaces de llevarlo a cabo no son canallas corrientes. Los grandes canallas tienen algo de héroes y los grandes héroes tienen algo de canallas. ¿Qué era He Zhiwu, un gran canalla o un gran héroe? Dejemos el tema, yo mismo no sabría responder. Eso sí, él es el personaje principal de este escrito. Qué tipo de persona es, que el lector juzgue por sí mismo.
Así salió He Zhiwu, rodando. Se puso en pie, rebozado en barro, y se alejó sin una mirada.
-¡Quieto ahí! -gritó el profesor Zhang.
Pero He Zhiwu siguió andando sin volverse. Fuera, el sol era deslumbrante. Dos urracas graznaban en el álamo que crecía delante del aula. Tuve la sensación de que He Zhiwu irradiaba haces de luz dorada; no sé qué pensarían los demás, pero en ese momento, a mis ojos, He Zhiwu se había convertido en un héroe. Avanzaba a grandes zancadas, sin vacilación alguna. Unos trocitos de papel salieron volando de sus manos y danzaron en el aire hasta caer al suelo. No sé qué sentirían los demás en ese momento, pero a mí el corazón me palpitaba de exaltación. ¡Había roto el libro de texto! ¡Había roto el cuaderno de ejercicios! Había roto por completo con la escuela; la había dejado atrás y había pisoteado al profesor. Era como un pájaro dejando la jaula. Era libre. Las reglas y tabúes de la escuela ya no le concernían; en cambio, nosotros tendríamos que seguir soportando la disciplina impuesta por el profesor.
Lo complejo del asunto era que, al salir rodando del aula, romper los libros y todo vínculo con la escuela, lo admiré de todo corazón y empecé a abrigar la ilusión de que algún día yo también fuera capaz de una hazaña similar. Sin embargo, cuando poco después el profesor Liu el Bocaza me expulsó, la profunda tristeza que sentí, por lo unido que estaba yo a la escuela, me corroía las entrañas. ¿Quién era el héroe y quién el cobarde? A través de esta anécdota ha quedado claro y sin lugar a dudas.
Cuando He Zhiwu ya se había marchado pavoneándose, Lu Wenli aún seguía llorando.
-Venga, venga, ya está bien -dijo el profesor Zhang con evidente impaciencia-. Lo que quería decir He Zhiwu es que su ideal era ser conductor como tu padre, no ser tu padre de verdad. Además, aunque hubiera querido ser tu padre, ¿iba a serlo por haberlo escrito?
Al oír estas palabras, Lu Wenli alzó la cabeza, sacó un pañuelo, se enjugó las lágrimas y dejó de llorar.