Aprendí durante unas vacaciones en mi adolescencia que hay circunstancias en la historia en las que un hombre, o una mujer, sólo es un hombre, o una mujer, si puede pronunciar la palabra “No” sin titubear. Lo conté la tarde noche en la que regresé al Bar de La Esquina de Las Cuatro Fronteras -prolongación de nuestros hogares y lugar de reflexiones sobre fútbol y sobre la existencia en medio de los últimos fríos de un invierno que ya se iba de estos suburbios del mundo- después de uno de mis innumerables viajes que había transcurrido como contrapartida en el ardor de un verano, pero ése ni ninguno de ellos era precisamente volver de vacaciones sino regresar, una vez más, de los continuados desarraigos por voluntad propia con la catástrofe a cuestas de una guerra como tantas y tan feroz como todas, ésta, fratricida entre indigentes desamparados en la región del Cuerno de África. No fue mi único hallazgo en aquellas vacaciones jóvenes. También descubrí al mejor color del mundo, el color verde corner.
“No sé si tenía trece o catorce años cuando mi papá y yo fuimos a visitar -como lo hacíamos periódicamente- a mis abuelos y toda la familia de la que me trajo a la vida, unos suizos adorables que se largaron de su Gstaad ancestral dejando todo para venirse desde allá e instalar un tambo y la madre con cientos y cientos de vacas paciendo ubicado en pleno campo, a pocos kilómetros de la ciudad de Esperanza. Pero, sí, sé que mi abuela, que también supo hacer de mamá al quedarse sin su hija desde toda mi edad, me llevaba en cualquiera de las chatas, en sulky o montados a caballo (cada uno en el suyo que era lo que más me gustaba) a la ciudad, para jugar todo el día al fútbol, mientras ella se quedaba mirándome como sólo las abuelas miran a sus nietos sin mamá”, evoqué. Y, enseguida, les di a mis compañeros del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras un dato preciso y clave: “Al equipo en el que yo jugaba en Esperanza lo conducía un entrenador maravilloso, un tipo extraordinario -y mucho más- , era un alemán que hasta había hecho confeccionar por su esposa y su cuñada -unas francesas bellísimas, dulces y deliciosas- las camisetas de sus jugadores. Las camisetas eran de un color que él había creado: el verde córner. Flor de color, les digo”.
Con cierta experiencia, creo, en narrar historias, más que intuir sabía que había despertado una inquietud. Por eso no esperé que nadie me interrogara para disiparla. “El verde corner era un verde inigualable, irrepetible -expliqué- que conjugaba armónicamente varias bellezas: la intensidad del césped intacto que tienen los rincones de la cancha cuando está por empezar un partido, la gracia de los pastos chiquitos que se despegan del piso y vuelan desde esos rincones cuando un wing tira un buen centro, la luz que tienen los yuyos apretados que nacen regados por las gotas que empapan la pelota en un clásico con lluvia”. Sorbí unas gotas de café y cerré la descripción, hablando un poco para todos y otro poco -aunque parezca egoísta- para mí mismo: “No hay ni habrá otro color así”.
Lo que continuó, lo recordé con mucha fuerza. El color verde corner fue impactando en tanta gente que llegó al conocimiento de grandes mercaderes del fútbol y de grandes mercaderes de todo. En su casa de la ciudad de Esperanza, el director técnico recibió visitas en serie que le ofrecían millones de billetes para que develara el secreto de ese color incomparable. Individuo gentil, el alemán, escuchó pero no cedió. Eludió desplegar sesudos argumentos ideológicos, esquivó lanzar denuncias que le concedieran publicidad y ni siquiera expresó que hay cosas que no tienen precio. Simplemente dijo eso que yo aprendí para siempre. Dijo: “No”. Y para evitar que lo siguieran molestando, sacó para siempre de las canchas a esas camisetas y, también, el color verde córner.
El relato amagaba con estar concluido, pero uno de los muchachos del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras preguntó si, entonces, el equipo y el entrenador habían quedado borrados de los tiempos y del fútbol. Escuché y sentí que me conquistaba la necesidad de responder que la historia continuaba y que los hombres, o las mujeres, de sueños potentes y de imaginación libre jamás están vencidos del todo. Pero, me contuve. Y elegí contestar con un dato: “No, no desaparecieron. Ahora juegan con otras camisetas. También son hermosas. De color azul penal”.
Chalo Lagrange
Invierno, agosto de 2007.-
Para M. L. P.: Quien entiende como nadie que contar una historia es saber guardar un secreto.-