Allí y así estaban Los Entendidos, jugados entre el compromiso de construir la vida y la comodidad de criticarla desde un café. No había ni tenían más posibilidades ni más minutos ni tampoco más remedio. Era pelear o perder, juntarse o morir, ser o dejar de ser. La historia los ponía en una situación de las que se asumen con las agallas del valor o se eluden agachando vergonzosa-mente la cabeza. Una ola gigantesca, un tsunami, de malos tiempos avanzaba para sacarlos de las canchas. Concretamente: abundaban las voces de los charlatanes de la caja boba con pantalla de colores que decían, parloteando incansablemente, que Los Entendidos ya no hacían falta, que el talento, la observación junto al conocimiento, la jerarquía, la comprensión y la experiencia no aseguraban eficiencia. Quién sabe si les costó poco o les pesó mucho pero ellos, Los Entendidos, que desde el comienzo de los comienzos en La Ciudad Más Futbolera del Mundo representaban la gracia y la esperanza del fútbol, eligieron la audacia. Y resolvieron luchar. Por algo eran Los Entendidos.
Ya habían tenido un indicio fatídico, de los muy fuleros, un par de años antes, cuando fueron a la ceremonia de despedida de Los Conocedores. Aquello resultó la consecuencia de una campaña de desprestigio en las que modernos formadores de opinión convencieron a millones de personas de que jugar con un Conocedor de los duelos del deporte más hermoso y apasionante del mundo era, casi, casi como tener un futbolista menos. Solidarios, Los Entendidos concurrieron a la cita, donde un Conocedor, el único que quedaba, recibía pésames luego de que un director técnico que lo había descartado para siempre lo confundiera con una sombra que deambulaba por el césped y lo reemplazara por un alocado corredor de todo el rectángulo de juego y al que la pelota le hacía las veces de juguete rabioso.
Los Entendidos organizaron la resistencia. Hicieron exhibiciones que de-safiaban el espíritu de la época. O sea: jugaban sonriendo, creaban más de lo que transpiraban y sobre todo, rescataban elegancias y fantasías en desuso. No se limitaron a eso. También dieron cursos sobre cómo resistir las infraccio-nes brutas y torpes y llenaron la Ciudad Más Futbolera del Mundo de afiches con una leyenda más que fuerte, potente: “La Gran Marcha de Los Entendi-dos”. Algunos testigos, en las charlas del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, aún evocan a aquella manifestación de jugadores que gambeteaban a las esquinas y se tiraban perfectos pases cortos y largos de una vereda a la otra por las calles de los barrios ricos y de los barrios pobres a las puertas de los bares, de las iglesias y las plazas de toda la ciudad.
Fue suficiente: aplastados por la protesta, al menos por un tiempo, los profetas del mal gusto y las palabras huecas debieron guardarse su discurso entre los dientes, metérselo bien en el tuje. Pero, lógico. Los Entendidos no se entregaron, no se rindieron, no abandonaron. Al cabo, eso mismo vuelve a alguien, juegue o no juegue al fútbol, justa y exactamente un Entendido.
Para M. L. P.: Por favor, permítame una pregunta. ¿Recuerda lo que le conté mientras dormía? Si no se acuerda no importa, suele suceder. Torne a dormirse tranquila, todos la Aman y yo, humildemente el que más la Ama, la despertaré muy suavemente y se lo volveré a contar.-