Ahí, en la entrada del vestuario pero con la puerta cerrada, como corresponde. Después de un primer tiempo de algunas malas, otras horrorosas y de algunas buenas noticias, el director técnico bramaba puteadas de broncas por varios errores defensivos, el centrodelantero y el habilidoso entreala izquierdo se insultaban de la peor manera los botines a causa de unas oportunidades de gol que se habían fugado y jamás iban a volver, y el arquero, el arquero todavía escuchaba los aplausos y las voces de aguante que supo ganarse volando a través del espacio en sus mejores atajadas y descolgando centros peligrosos que si no encontraban las tenazas de sus manos hubieran hecho zozobrar el invicto de la valla que se mantenía incólume, a pesar de todo. Pero a él, un marcador lateral izquierdo modesto, alguien que entraría, estaría y saldría del fútbol viajando sobre el silencio, no le importaba nada de todo eso. Si percibía que las mandíbulas y la boca le temblaban, no era por los abismos de la defensa; si advertía que la piel se le ponía como de gallina y se le congelaba hasta hacerle doler los huesos y poner rígidas las articulaciones, no era por los goles perdidos; y si en ese mismo instante se daba cuenta de que el piso se movía y la Tierra se le desordenaba, no era porque había sido testigo de unos esplendores en el arco. No. Su conmoción surgía porque ante los ojos y el corazón se le abría la situación que más lo impresionaba del fútbol. Sucedía algo enorme: llegaba el entretiempo.
Lo intuyó desde su primer partido, que parecía tan lejos en el tiempo y lo verificó en cada semana, partido tras partido de su larga carrera. En ese ratito cabía todo. En docenas y docenas, en cientos de entretiempos había visto cómo un hombre necesitaba dos palabras, un gesto o media mirada para confesarle a otros hombres que lo martillaba el dolor de haberse equivocado, o que brillaba con luces de contento, o que lo atrapaban innumerables desesperaciones, o que tenía un sueño. Esa misma carrera larga le había enseñado que arriba del césped de una cancha de las lujosas o sobre la tierra poceada de las más humildes podían aparecer o dejar de aparecer maravillas, pero que en la intimidad chica, apretada, de un vestuario había profundidades capaces de explicar qué cosa eran el valor y la humildad, el egoísmo o la generosidad, la tristeza y la entereza, el afecto o la indiferencia, el compañerismo o la soledad. Siempre lo había estremecido esa brevedad ritual del fútbol. Era lógico: allí había gente que acababa de intentar algo en conjunto, allí había gente que se preparaba para volver a intentarlo. No se le ocurría una mejor forma de comprender en qué consiste vivir.
Porque esa vez era como todas las veces, esperó que se silenciaran las puteadas y se aplacaran las broncas del director técnico, las frustraciones del centrodelantero y las del habilidoso entreala izquierdo, y las glorias del arquero. Entonces, sentado en un largo banco de un costado, apoyada su espalda transpirada sobre la pared pintada y repintada temporada tras temporada con pintura al aceite de color gris usó apenas un poco de su voz y dijo una sola frase: “Che, muchachos, gracias por dejarme ser testigo de la condición humana”. De inmediato, le pegó un pisotón a la reina del juego, aplaudió con fuerza varias veces y nos convocó a todos a seguir jugando.
Chalo Lagrange
Invierno (en sus últimas horas), setiembre de 2008.-
Para M. L. P.: Perdone usted mi torpe silencio. No sabía lo que hacía y también lo sufría. Por favor, no me castigue condenándome con el suyo. Porque el silencio es como una despedida de quien jamás volveremos a ver.-