Fue ficción, acaso, esa antigua realidad.
Hoy en el mismo escenario reedificado, con luces más intensas que devuelven la penumbra está mi barrio. Su geografía, sus calles y hasta permanecen muchas de sus casas.
Ya los aromas intensos del mediodía han desaparecido. La comida ya no comienza por la mañana temprano, en tablas gastadas y cuchillos filosos que preparan carnes y verduras, y donde también tenían lugar las comidas étnicas, aquellas que podían acontecer cualquier día de la semana, sin chef ni recetas.
Allí estaban las abuelas y las madres juntas, inaugurando las delicias del mediodía.
Se unía la familia en esa fiesta cotidiana con todos los afectos reunidos a la mesa.
Mantelito limpio y gastado o el hule que aguntaba todo. El pan de horno de leña y el vino tinto de litro eran quienes presedian a los platos humeantes.
Se fueron todos, fue un genocidio, lento, permanente…
Cada día, cada hora, había una partida o un arribo.
Los viejos se parecían todos, los bebés también, pero el tiempo construía diferentes realidades, edificadas de juegos primero, de sueños después, de trabajo, de hijos.
Todo comenzaba igual, para afrontar diferencias de esa enorme multiplicidad de horas y de días. Nacían los que después serían el almacenero, Doña Juana, Pepe el carnicero. Don Juan el híelero, el hijo de Lisandro que inauguraba el orgullo de ser médico.
El Calo que jugaba mejor que Maradona y por indisciplinado terminó trabajando de cartero.
Chamota el loco, que tenía su puesto y su popularidad ganada, el policía que andaba las calles y parab a en las esquina.
Don Camilo que encendía las luces del barrio luego de mirar su reloj, para hacerlo con la puntualidad que él se exigía.
Mis tíos, los vecinos, mis abuelos, mis primas.
Angelita la hija del farmacéutico, con la que no podía jugar porque la madre la llamaba cuando intentábamos hacerlo.
Los niños se convirtieron en adultos serios o en viejos irreconciliables, y el actor que soñaba con la radio o el cine, y la linda del barrio que quería casarse con un ingeniero.
Todos se fueron. No quedan ni aromas, ni sonidos, ni música, ni color, ni atardeceres lánguidos, ni oscuridades, ni penumbras . Los recuerdos con todos sus personajes, se parecen a una película, es la ficción y la realidad, donde se conjugan los tiempos que se proyectan, que se convierten en recuerdos y que vemos todavía en colores o en el sepia de la nostalgia. Recobrando el movimiento, la acción de un tiempo del que casi no quedan vestigios, que no podemos compartir y que contarlo es tan sólo cosa de viejos.
Miguel Amado Tomé