Aunque los finales de año con todo lo que antecede y se sucede en la festividad de Navidad me invitaba más a la fiesta que a la melancolía, yo prefería no mentirme. Nunca lo hice y por eso puedo contar en el Bar de la Esquina de las Cuatro Fronteras, mi reducto de reuniones con amigos y amigas, compañeros y compañeras de la vida, del corazón y del fútbol, que mi primer recuerdo navideño fue una gran frustración. Si abro los ojos todavía puedo mirar la escena y si los cierro también: mi papá avanzaba, mitad ansiedad y mitad sonrisa, con un arbolito hundiéndole los dedos y las manos, la adorable tía petit Thèrése y la abuela Antoniette aplaudían la circunstancia asegurando que ahí, en ese rincón, el arbolito estaba perfecto. Alguien -mi papá tal vez empujado desde la ausencia irreparable de mi mamá e iluminado con la sonrisa dulce y apacible del bello rostro de sor María Inés, no importaba- se me acercaba con la consabida pregunta si me gustaba, si lo veía lindo, si lo imaginaba así. Yo me acuerdo de mí mismo, un pibito reo, sin contaminaciones, quizás ya alto y aparentando más edad de la que tenía y, sobre todo, ya futbolista y futbolero. Y me acuerdo, además, de mi respuesta, bien de infancia, transparente: “Este me gusta. Y el otro, ¿cuándo lo traen?” Sólo mi papá podía entender el sentido de esa contestación de asombros. “El otro: yo decía “el otro”, porque quería otro arbolito para usarlo de poste, para completar el arco, para patear, para jugar.
Desde entonces no tuve a la Navidad vinculada a la frustración, pero sí al fútbol. El fin de la infancia no me interrumpió esa asociación. En la adolescencia soñaba conque las noches del 24 de diciembre me dejaran dos empeines maestros que me ayudaran a jugar como un crack o una pelota que a la vista de todos pareciera cualquier pelota, pero que en la intimidad del patio de la casa me susurrara sólo a mí qué chutazo o qué caricia debía darle para hacerla volar y, en el instante preciso, “doblar” para introducirse por los ángulos que los arqueros no taparían.
Acaso porque los cierres de calendario convocan a las confidencias, puedo revelar en el Bar de la Esquina de las Cuatro Fronteras, que el ingreso a la adultez no me alteró las costumbres. Si otros hombres aguardan mezclar el brindis de las doce con el regalo de un perfume francés recién recibido o de una camisa con fragancia a amor, yo aguardo en secreto que entre mis obsequios aparezca un tónico para restaurar rodillas gastadas o un manual hasta allí inédito con apuntes para transformarme en el mejor back central de todos los tiempos. Algunas veces mis deseos han llegado a buen puerto: en una Nochebuena de ardientes temperaturas fui destinatario de un champagne que sólo se podía beber durante el grito de un gol, y en otra Nochebuena, pero de lluvias, recibí la colección con todos los borradores de las crónicas y cuentos de la existencia, del amor y del fútbol que estando tan lejos y sin saber si retornaría escribí para la Mirtha. Añejado el champagne y amarillentas las hojas de papel con las crónicas y los cuentos para la Mirtha, me acompañan siempre.
Esta tarde de confesiones, partí del Bar de la Esquina de las Cuatro Fronteras un poco más temprano que lo habitual. Las fiebres de la segunda quincena de diciembre y la primera semana de enero gobernaban el aire cuando me arrimé hasta un negocio de la Avenida Alberdi, entre Reconquista y Almafuerte, y compré dos arbolitos. Seguro que algún pibe iba a disfrutarlos, armando un arco de esperanzas y metiéndole goles al mundo, en plena Navidad, recibiendo el Año Nuevo y alborozado con la llegada renovada de los Reyes Magos.
Chalo Lagrange
Verano, en la canícula de la tarde del 23 de diciembre de 2010.-
Para M. L. P.: Mi Amor, simplemente déjese Amar. No me corresponda, pero no me sacuda con su indiferencia que estoy colmado de lágrimas.-