CLXXXVI.VIII.- El efecto de un cuento

Era ya la hora del crepúsculo en el barrio, cuando a Valérie le tembló la mano y se le cayó al suelo su vaso de leche con chocolate, y me dijo:
“Papá, contá nuevamente el cuento, por favor otra vez.”
A Valérie, se la veía tan terriblemente afectada por lo que yo acababa de contarle a Anamaría, mi esposa, y no parecía nada conveniente repetirle nada. Era, por otro lado, chocante que el cuento le hubiera hecho aquel efecto, pues no era una historia que pudiera entender fácilmente una piba de su edad. Y sin embargo, Valérie estaba completamente lívida, como si la hubiera entendido demasiado bien.
“Andá, dale Pa, contá otra vez el cuento.”
Insistió como sólo puede hacerlo una niña y acabó doblegando mi resisten-cia y repetí aquella historia, que era el último relato que escribiera una amiga mía y gran narradora rosarina -un cuento desgarrador, elegíaco… muy triste y de fan-tasmas a la vez-.
Es un hermoso relato que se abre con la propia narradora parada en el mis-mo borde abruptamente empinado del imponente río sobre el que, somnolienta, está recostada la ciudad de Rosario, mirando las estribaciones de las barrancas de un vasto sector de la ribera alta y recordándolas una por una. Y de pronto se encuentra en otro sector. Nota que la ruta que la aleja de la fantástica, enigmática, secreta y misteriosa ciudad no es exactamente igual a como era antes, pero en cualquier caso es la misma ruta, y la viajera avanza por ella con un sentimiento de felicidad. El día es espléndido, un día luminoso y azul celeste. Sólo que el cielo presenta un azul celeste vidrioso, que ella no ha visto nunca antes. Es la única calificación que se le ocurre. Vidrioso. Llega a los gastados escalones de mármol que conducen a lo que fue su casa y empieza a latirle con fuerza el corazón. Hay dos niños, un pibe y una piba, ambos de corta edad. Ella les hace un saludo con la mano y les dice: “¡Hola!” Pero ellos no contestan ni vuelven la cabeza. Se acerca más a la pareja, vuelve a decir: “¡Hola!” Y a continuación: “Aquí vivía yo”. Tampoco contestan. Cuando dice “¡Hola!” por tercera vez, se halla casi junto a ellos y quiere tocarlos. El chico se vuelve, y sus ojos pardos verdosos miran directamente a los de ella, y dice: “Se ha levantado frío de repente. ¿No lo notás? Vamos adentro”. Le contesta la piba: “Sí, vamos adentro”. La viajera deja caer los brazos con abatimiento y por primera vez se da cuenta de la realidad.
“Aquí vivía yo”. Dijo Valérie también muy abatida.
“Pero, ¿qué has entendido de este cuento?”, le preguntamos.
No quiso responder. Pasó el resto del crepúsculo y la primera hora de la no-che hasta que fue servida la cena en completo silencio, pensativa. Anamaría, en su afán de restarle importancia al asunto, repitió la frase con un gesto cómico:
“Aquí vivía yo”.
Pero Valérie no rió. Luego, conté la historia del abuelo, que al llegar de Francia, compró un campo inmenso en Esperanza, donde todas las noches en la galería de la casa principal se reunía a conversar con algunos amigos suyos al final de su vida y para que sus amigos no lo molestaran más con sus metafísicas europeas traídas al presente de estos arrabales del mundo, le solicitó a uno de los muchachos que trabajaba en el enorme galpón de ordeñe de las vacas que colocara un cartel a la entrada de la finca, donde pudiera leerse: “¡Aquí se hablaba!”.
“Aquí vivía yo”, dijo Valérie, y se retiró visiblemente triste a su cuarto.
Una hora más tarde, comprobamos que se había dormido profundamente, y quedamos tranquilos.
Pero a la mañana siguiente entró en nuestro cuarto a cerrar las ventanas mientras Anamaría y yo todavía nos encontrábamos en la cama. Y observé que parecía enferma. Estaba temblando, ya no estaba lívida sino cadavérica, y anda-ba lentamente, muy lentamente, como si llevara tacones y le doliera moverse.
“¿Qué te pasa Valérie?”
“Me duele la cabeza”.
“Será mejor que vuelvas a la cama, hija. Es muy temprano”.
“Está bien”, dijo.
Y se fue andando como si tuviera pies de plomo. Pero cuando salí del dormitorio, la encontré sentada frente al televisor de living que hacía días que estaba descompuesto. Parecía una niña de siete años muy enferma. Cuando le puse la palma de la mano en la frente, noté que tenía fiebre.
“Valérie, hija querida, andá ahora mismo a la cama”, le dije. “Estás algo enferma… vamos a llamar al médico”.
Cuando llegó el médico, le tomó la temperatura. Treinta y ocho grados. Me ausenté un momento cuando llamaron por teléfono preguntando por Anamaría y, al regresar, me encontré con la amplia sonrisa del médico.
“No tiene nada”, me dijo, “nada”. “Acaba de confesar que esta mañana se ha puesto mucho papel secante en los pies. Y eso ha provocado que el termómetro registrara fiebre. No tiene nada, nada”.
“No tenés nada, hija”, le dije.
“Nada, ¿me escuchás? Nada”, le dijo poco después Anamaría.
Aquel día teníamos que ir a la estación terminal de ómnibus a buscar a mi tía Teresita. Y fuimos. Valérie y yo. A la vuelta nos entretuvimos los tres en el populoso barrio que rodea a la terminal de colectivos. Cualquier barrio de Rosario es un buen lugar para abandonarse por completo. Cuando llegamos a casa, esta-ba ya anocheciendo. Y Valérie estaba fatal, pero muy mal. Ya no era que tuviera fiebre, que no la tenía, sino que el aspecto de su cara no era precisamente agradable. No creo recordar una cara más triste que aquella.
“¿A qué hora me moriré?”, me preguntó.
“¿Qué?”
“Tengo derecho a saberlo”.
“¿Qué tonterías son esas?”, le dije.
“Ellos me han dicho que voy a morir”.
Al día siguiente. Valérie había recuperado toda su vitalidad y se reía de cualquier cosa. Todo le hacía gracia. Pero ya no era la misma. Había terminado la infancia para ella. Y se reía, se reía de todo.

Para M. L. P.: Todos pertenecemos al territorio de nuestra infancia (la primera cosa bella).-

Verano tórrido, Enero de 2014.-

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