El extraño mundo de Silvina Ocampo
La adaptación fílmica del cuento «Cornelia frente al espejo» revitaliza los temas centrales en la literatura de la autora argentina: la obsesión con los objetos, la ambigüedad de lo que se percibe como real, la inquietante naturaleza de sus personajes femeninos.
La casona está desierta y deteriorada, pero conserva su señorial porte (si es que una edificación puede ostentar tal cosa) de principios del Novecientos. Cornelia ingresa con aire tímido; recorre lentamente los espaciosos ambientes, repara en los muros con viejas fotografías de sus antepasados, atraviesa rincones ornados con esculturas de piedra y módicos objetos domésticos y también de arte. Los objetos: he ahí una de las obsesiones de Silvina Ocampo, la narradora que está detrás de esta rara atmósfera muda y solitaria. Habrá visitantes, sin embargo, que brotan quién sabe de dónde. A todos, Cornelia les susurrará su intención de acabar con su vida: lleva un frasquito con un polvo que no se decide a disolver en una copa de agua. «¿Por qué quiere morir?», le preguntará uno de ellos. «Y usted, ¿por qué quiere vivir?», le responderá ella, con una lógica infantil digna de Alice Liddell, otra sombra (carrolliana) que sobrevuela por ahí.
En los diálogos que la atrapante heroína mantiene con los visitantes se advertirá, sin embargo, que el interés se centra en los espejos y en la posibilidad de que el sujeto, a través de ellos, multiplique sus voces interiores. Es la tenue y al mismo tiempo compleja propuesta que deslizó Silvina Ocampo en su cuento «Cornelia frente al espejo», que el realizador Daniel Rosenfeld ahora llevó al cine en un esfuerzo por mantener el tono intimista del original, centrando la cámara en la omnipresente figura de la protagonista, corporizada por la actriz Eugenia Capizzano.
La mirada inocente
La narrativa de Silvina Ocampo (1903-1993) se desplaza, con empecinamiento casi invariable, por el terreno de la ambigüedad: la mirada de los personajes que narran (o la de ella misma, asumida en narradora) no deja espacio a ninguna certeza respecto del mundo que perciben. Sus numerosas colecciones de cuentos (Los días de la noche, Y así sucesivamente, Las invitadas y, entre otras, Las repeticiones) albergan una vasta galería de personajes femeninos. (Un sagaz rescate de lo mejor de su producción emprendieron para Emecé Mercedes Güiraldes y Daniel Gigena en una Antología esencial, que reeditó La Nacion en 2001.) Allí desfilan bellas ninfas inalcanzables, o maléficas y perversas, así como algunas refinadas damas decadentes, rayanas en el patetismo. Y, además, ingenuas que bordean el peligro o lo siniestro.
A esta última categoría se aproxima, en parte, la insondable identidad de Cornelia. Es la enigmática protagonista del cuento que da título al último volumen de relatos de la talentosa hermana menor de Victoria Ocampo, Cornelia frente al espejo (Tusquets, Barcelona, 1988), compilación de treinta y cuatro relatos y un epílogo de informales «Anotaciones», en castellano y en inglés (uno de los cuentos del volumen, bastante surrealista, lleva el título acaso más desafiantemente irónico de su vasta producción: «Amé dieciocho veces pero recuerdo solo tres»). Pero «Cornelia.» es excepcional: el texto, íntegramente cincelado en diálogos, revela un oficio que Silvina había ejercitado antes en una pieza teatral, Los traidores, compuesta en 1956 a cuatro manos con otro outsider de los ámbitos corroborables y realistas, Juan Rodolfo Wilcock.
Pero ¿quién es, cómo es, qué sueña Cornelia? No será fatigoso descubrir en la mirada y en las proposiciones de este (anti) arquetipo femenino desconcertantes rasgos de inocencia. No como la de algunas señoras naïves que parlotean en los encantadores relatos de Hebe Uhart, sino con tenues atisbos de crueldad. Se trata de una inocencia que, no obstante, la escritora se empeñó en matizar con toques de perversión. (A estas alturas, respaldado por algún manual freudiano, alguien podría extraer un as de la manga y dejar al desnudo el nombre completo de la escritora: Silvina Inocencia Ocampo Aguirre. ¿Concibió con empeño a su personaje o es que -ella también- se desdobló sin esfuerzo ante el espejo?)
La misma Eugenia Capizzano, que asumió en el film la corporeidad de Cornelia, encaró con Rosenfeld la adaptación del texto original. Algo que resultó un verdadero tour de force, al procurar no apartarse del clima «no-realista» que emana del andarivel literario de Ocampo. Una de las aproximaciones a ese peculiar universo (que roza sutilmente el de Borges en la apelación a los espejos) se apoya en la iconografía surrealista de Max Ernst, que ilustra -a través del tarot y de la imaginería de los siete pecados capitales- varios momentos del film. Un dominio plástico muy afín, por lo demás, a Ocampo: antes de escribir, en su adolescencia Silvina pintó (y después siguió haciéndolo toda la vida) guiada en París por Giorgio De Chirico, un maestro del surrealismo.
Las conversaciones se despliegan en encuentros de Cornelia con los sucesivos (y dudosos) visitantes: la mujer del comienzo (la voz del propio espejo, desde el «otro lado»), el invasor ladrón y el encantador Daniel. En el film, estos ambiguos personajes se encarnan en las figuras de Eugenia Alonso, Rafael Spregelburd y Leonardo Sbaraglia. Una criatura más, apenas entrevista en la deformación del vidrio inglés de la puerta de entrada, es la niña Cristina, que habla desde un más allá del umbral con la puerta cerrada. El ejercicio de barruntar con qué parte de la misteriosa personalidad de Cornelia se identifica cada uno de esos fantasmas siempre corrió por cuenta del lector de Ocampo. Ahora el desafío asaltará al espectador del film. «Todo el mundo necesita hablar con alguien que no sea una persona -le dice Cornelia a Daniel-; yo hablo con el espejo, la pequeña Cristina con las muñecas, usted con sus zapatos.»
Fantasmas irónicos
En su condición fantasmal, esos seres no someten a la presión de climas terroríficos; un rasgo distintivo de la estética de Ocampo supone tamizar esas inquietantes presencias en un discurso irónico, no exento de (negro) humor, lo cual condice con algo de la (presunta) naturaleza propia del fantasma. «Frente a esa impasibilidad, los fantasmas nos inspiran una expectativa insoportable, la espera de lo que va a resultar, de lo que se está fraguando pero que no termina de resultar nunca», Gilles Deleuze dixit en su Lógica del sentido. En esa tesitura de expectación amenazante pero irónica suelen «actuar» también los objetos, testigos de la soledad de los personajes femeninos, como en el inicio de la peripecia fílmica de Cornelia, pero a veces poco confiables, como en el relato titulado, precisamente, «Los objetos»: Camila Ersky, la protagonista, se topa con una colección de objetos personales abandonados al dejar la infancia y que, de pronto, reaparecen solos.
Ese caprichoso despertar de un entorno que se creía inerte o inanimado genera un sentimiento doble; por un lado crea inquietud y, por otro, despierta el coraje para registrarlo como manifestación de lo mágico e imponderable, algo que Silvina parecía experimentar en su vida cotidiana («Y siempre tengo miedo porque soy valiente», decía). En cuanto a Cornelia, la instancia del desdoblamiento o, al menos, el reconocimiento de voces que vienen del interior encuentra un correlato en experiencias personales de la propia Silvina: «Las caras de los hombres que en mi vida he encontrado -confesaba- me persiguen y viven adentro de mi espíritu. A veces despiertan». ¿La habrán sorprendido, alguna vez, frente al espejo?
«Cuentos Completos» Emecé
Son dos volúmenes que reúnen la totalidad de sus cuentos, su producción más decisiva. Gemas que tienden a la concentración, en las que lo onírico penetra de manera sinuosa la realidad de cada relato y que le valieron a la escritora su aura de inclasificable.