Para M. L. P.
Para él, para el Chalo Lagrange ese episodio comenzó un amanecer luego de una noche de carnavales, cuando al entrar a su casa encontró un sobre que había sido pasado por debajo de la puerta.
Primera carta y su texto.
Rosario, domingo 30 de febrero.Para esperar milagros es indispensable sentarse en bancos de descreimiento. La ansiedad de prodigios suele debilitar el rigor cognoscitivo. Como resultado de esta liviandad, suelen aceptarse pruebas insuficientes o se dan por milagrosos hechos perfectamente naturales.Sé muy bien que vos buscás milagros. Vos, aunque de profunda fe religiosa no dejás de ser escéptico, desconfiado, pero no lo disfrutás. Despedís cada creencia u opinión derogada con tristezas de velorio.Es cierto que la fuerza pertinaz y malevolente de tu inteligencia superlativa te hace impenetrable a los argumentos de los pastores apocalípticos. También, es verdad, que los hombres y mujeres que podrían convencerte tampoco creen o al menos son recelosos. Pero, tal vez, un milagro contante y sonante pueda devolverte la alegría. No estoy hablando de metáforas como la lluvia, o la niebla, o el refinamiento sonoro de Debussy. Hablo de retrocesos solares y regresiones lunares, amigos resucitados, aguas de ríos que se abren y panes exponenciales.
Para decírtelo de una vez, preparate porque algo va a ocurrir.
Una amiga.
El Chalo Lagrange, con sus dieciséis años y transitando el segundo semestre previo a cumplir los diecisiete -con el rigor de la verdad en su apariencia, ademanes, forma de pensar y proceder, hablar y comportamiento social parecía que tenía varios más- leyó el mensaje con desdén. Luego, miró el sobre de un atractivo y sugerente color verde malva tanto en el anverso como en su reverso. En primera instancia, sólo reparó que el texto expresado en la hoja de suave tonalidad verde agua -que hacía juego con el sobre- y excelente calidad de papel estaba confeccionado con una lapicera estilográfica, en tinta azul negro permanente y una muy buena caligrafía, la escritura se notaba prolija, aparecía como muy ejercitada en el desarrollo de actividades cotidianas y, sin lugar a dudas, propia de alguien con alguna tarea académica o profesión acorde que mantenía una exigencia habitual e inalterable para hacerla singularmente legible, no tenía destinatario, ni remitente, ni inscripción alguna. Algo comenzó a germinar como el prólogo de una conjetura. El Chalo vive en una de las casas internas, más precisamente la quinta, sin embargo el ingreso a la misma luce un espléndido número cuatro que identifica a la vivienda ubicada en un estirado pasillo al igual que las otras siete que componen el conjunto habitacional. En el comienzo del pasillo existe un buzón común dividido en compartimientos con accesos individuales para la correspondencia y del que cada familia tiene su llave. Al hilvanar estas cuestiones entre sus pensamientos no pudo menos que cambiar su postura inicial. Una a una fueron apareciendo singularidades, entre otras de las cosas que llamó su atención fue que el sobre, conteniendo la nota anónima, había sido pasado por debajo de la puerta del departamento era dirigido inequívoca y exclusivamente para él y quien lo hizo llegar sabía todo, minuciosamente todo, sobre sus movimientos. Con la misma actitud reparó que era precisamente la alborada del domingo y sólo, única y personalmente, él podía hallarlo a esa hora de ese día.
Pero, algo ocurrió. Una noche lo despertaron acordes exquisitos de piano que provenían del interior del gran guardarropa de estilo Luis XV que ocupa la totalidad de una de las paredes laterales de su habitación -regalo, en conjunto con la totalidad del juego de dormitorio, de su amada, bella y dulce tía Teresita- con una puerta central que luce un enorme y finísimo espejo biselado de calidad y jerarquía acorde al lujoso mobiliario. Tapándose la cara con las cobijas para no verse reflejado en la inconmensurable superficie que mostraba toda la habitación, escuchó enterita una de sus canciones preferidas: Mon Enfance, en su versión original interpretada inigualablemente por su autor Jacques Brel.
Cuando ya estaban empezando los acordes de una nueva canción, glosada por el mismo Brel, que individualizaba como: Ne Me Quitte Pas, el Chalo salió corriendo en pelotas hacia el patio, al rato se fue a sentar al lado de la alta puerta, acurrucado, como fijo al piso de la galería y no volvió a entrar a su dormitorio hasta la mañana siguiente, cuando el sol ya estaba bien alto. Al abrir la gran puerta central y las laterales del ropero, pudo comprobar que no había piano alguno y toda la indumentaria se encontraba prolija y perfectamente acomodada.
Enterado de estos episodios, el Farmacéutico Don Atilio Allocco, pasándole un brazo por encima del hombro y atrayéndolo paternalmente hacia su costado derecho lo indujo suavemente a que dieran unos pasitos mientras opinaba, con voz calma y de hombre experto, que el anónimo era una propaganda de los Testigos de Jehová, o de los del Ejército de Salvación, o de los Mormones y la bella canción de la duermevela, precisamente era eso, un sueño liso y llano. Pero, seguidamente, luego de pretender haberle quitado dramatismo al acontecimiento, el mismo Farmacéutico Don Atilio Allocco, acariciando suavemente sus cabellos y mirándolo fijamente a los ojos, advirtió a el Chalo que alguien estaba tratando de transmitirle un mensaje de importancia mágica.
Segunda carta y su texto.
Rosario, viernes 31 de abril.
Ay, ay, ay. Vos, que has aprendido a calcular la edad de las estrellas. Vos, que has tenido entre tus manos la materia oscura que sostiene los soles en su sitio. Vos, que conocés el número áureo que canta la belleza. Vos, que comprendes la ciencia del placer que imparten los sabios Maestros del camino. Vos, que rastreaste las huellas de las palabras para saber qué decían antes, qué dicen hoy y qué dirán mañana. Vos, que presentís la inmortalidad en las cúspides del amor, no has visto jamás tu sueño mayor hecho realidad ni hablaste de ese sueño con quien es hacedora y depositaria del mismo.
Ay, ay, ay, del que no sepa leer los mensajes.
Ay, ay, ay, del que no oiga el murmullo.
Ay, ay, ay, del que no advierta las señales.
Una amiga.
El Chalo notó que el estilo le resultaba vagamente familiar. Se preocupó un poco y se asustó un poco. Qué amiga le podía escribir de esa forma.
Una tarde de mayo, parado en la esquina de Gorriti y Santa María de Oro, pudo observar en una ventanilla del colectivo de la línea 1 a un muchacho que, bien mirado, era él mismo. El Chalo trató de subir al bondi pero el chofer arrancó y se alejó a gran velocidad. Mientras agonizaba un trotecito sin esperanza, advirtió que el muchacho le hacía unos gestos desde lejos. Hasta creyó escuchar una palabra y esa palabra era nada y la voz era la suya. Entonces empezó a gritar en medio de la calle: “¡Eh! ¡Che! ¡Usted! ¡Vos! ¡Yo! ¡Chalo! ¡Chalo!… ¡Chalo!…”
El colectivo se perdió en la distancia atravesando el cruce con Rawson y dobló, a lo lejos, en Monteagudo, para proseguir con su recorrido.
Pocos días después, o tal vez pocos días antes, el Chalo viajaba en un colectivo de la misma línea 1. Al transitar por Monteagudo, superando muy lentamente la embocadura de la “Calle Angosta”, vio parado en la vereda a un muchacho con una mano en el bolsillo y la otra con el ademán característico de su práctica habitual acomodándose el cabello del costado hacia atrás que, en realidad, era él mismo. Abrió presurosamente la ventanilla para decirle algo pero el vehículo aceleró y pasó a toda velocidad.
Tercera carta y su texto.
Rosario, viernes 13 de mayo.
¿De qué te la das?
Una amiga.
Una apacible siesta de sábado de ese mismo mes de mayo, mientras caminaba a lo largo de la altísima pared de la parte trasera del establecimiento fabril de La Algodonera Argentina, el Chalo advirtió que su sombra se movía con misteriosa independencia. Al principio, fueron meros detalles intermitentes e imperceptibles. Después las diferencias se hicieron continuas y muy notorias. En cierto momento, anduvo más de media cuadra sin sombra hasta que la encontró esperando sentada en el umbral de una casa de la vereda de enfrente, en Corvalán casi Falucho. Allí, buscó que su sombra diera íntegramente sobre la pared blanca de la planta industrial y comenzó una serie de movimientos teatrales. Al cabo de un rato, se le hizo patente que la sombra estaba adelantada y que realizaba cada gesto uno o dos segundos antes que él. Se propuso, entonces, tomar decisiones inesperadas e incluso modificar cada determinación en el último instante. Pero, la sombra ya sabía todo.
Finalmente, presa de un terror cósmico, el Chalo huyó de aquella esquina raudamente a toda velocidad.
Al llegar a su casa en la Avenida Alberdi e ingresar al luengo corredor, conocido como El Pasillo del Bien y del Mal, en el que se sucedían las entradas a las casas internas casi se lleva por delante a el César Poldi, cifrado y más conocido como el Doctor, a la sazón estudiante aventajado de medicina y próximo a recibirse, pues ya se encontraba finalizando la denominada residencia médica. Como primera medida, el Doctor tranquilizó a el Chalo con pastillas DRF de mentol y frases en italiano. Luego, al conocer el origen de la agitación, insistió en que una chica soñada por él lo andaba buscando. Después, bajó la voz hasta convertirla en un susurro y le hizo saber que entre sus muchas destrezas figuraba la de facilitar la comunicación con los seres soñados, incluso con los difuntos, aunque ese no era el caso. Según el casi médico, obviamente también casi hechicero como todos los médicos, muchos seres soñados o célebres lo visitaban en el caserón donde funcionaba el dispensario de la calle Wilde, en Fisherton, donde concurría diariamente a realizar sus prácticas universitarias de rigor como auxiliar de las guardias médicas. El Chalo creyó recordar que durante uno de los grandes bailongos, milongas de aquéllas, que se hacían en el enorme patio de la casa que llevaba el número tres, en realidad la cuarta que tenía ingreso por el mismo pasillo, pegada a la suya, había aparecido una dama muy elegante que deslumbraba por su belleza, con un vestido al cuerpo de una tela exquisita y muy escotado tanto por delante como por detrás, detalle significativo que realzaba aún más su escultural encanto y seducción, quien el Doctor presentó como Dalida, la famosa cantante ítalofrancesa de tantísimos éxitos mundiales internacionales. La bellísima mujer se marchó muy pronto, tal vez huyendo de unos petimetres guarangos que le requerían cantara con su voz aterciopelada, unos en italiano otros en castellano: Ho capito che ti amo. Cuando descruzó sus magníficas e interminables piernas, se paró y arrancó desde la silla ubicada en la galería para cruzar el patio, al partir lo hizo tomada del brazo que gentil y caballerosamente le tendió el mismísimo Luigi Tenco.
Sin moverse del medio del pasillo y prácticamente en la entrada al mismo, donde se habían cruzado casi chocándose, El Doctor dijo a los gritos que para convocar una persona soñada había que operar sobre el propio estado de conciencia. Después, se dirigió hacia la amplia vereda y trepó a la caja de una camioneta estacionada paralela al cordón, más precisamente de una chata Chevrolet y desde allí, entre hipos, eructos, arcadas, babeadas y ventosidades estridentes, declaró: “No se habla con un ser soñado como quien habla con la vecina de al lado. Hay que abrir algunas puertas. Las llaves de esas puertas son la alquimia, la psiconeuroendocrinoinmunología, la psiquiatría y la psicología, el misticismo y la meditación conjuntamente con el éxtasis, la sabiduría y hasta ciertas sustancias que nos conducen a la alta percepción.”
El Chalo se libró del casi médico y hasta llegó a decirle que no creía en el más allá ni en las apariciones de ninguna índole ni especie. Pero, una semana más tarde, después de que la enorme, esbelta y magnífica estatua de La Libertad, la misma esculpida por Lola Mora que se encontraba ubicada en el cantero central del Boulevard Avellaneda en su cruce con la Avenida Alberdi, frente a la Escuela 70 -la Castelli- lo saludara, dejó que el Doctor le vendiera unos polvos blancos que identificó como: extractos purísimos y finamente pulverizados de Merdis y Sorongos, una botella de un potingue translúcido, color ámbar y altísima graduación alcohólica que llamó: extracto destilado de Garonpas Escocesas y un rollito de yerbas a las que nombró como: hojas de María Juana, junto a un papel prolijamente plegado conteniendo una fórmula que dijo ser proveniente de taumaturgos gitanos del reino de Granada, a quienes se la habían transmitido secretamente otros gitanos eslavos del imperio de la Gran Moravia antes de transformarse en reino de Bohemia y que, a su vez, era una receta magistral de antiquísima data, la cual, con algunas variantes mínimas, provenía originariamente de los primeros atisbos de la historia desde la legendaria y famosa ciudad Caldea de Ur en la Baja Mesopotamia. Unas monsergas estrambóticas que ni el Doctor se las creía.
El Chalo tenía que esperar a que se produjeran ciertas coincidencias estelares, que, según el casi médico, el Doctor, eran indispensables para comunicarse con el más allá. Por supuesto, ni bien quedó solo, el Chalo, hecho a la vida en el durísimo y bravo ambiente del puerto, con infinitas suelas gastadas en veredas rotas, callejuelas de barro y calles de empedrado reflexionó como correspondía a un tipo de su laya y tiró todo al carajo, él definitivamente no andaba ni se llevaba bien con las boludeces menos aún con los balurdos y engrupes para la gilada.
Pero, mucho antes de la fecha indicada recibió la cuarta misiva anónima.
Rosario, viernes 31 de junio.
No importa lo que digan los aventajados estudiantes de medicina próximos a obtener títulos fraudulentos. Cualquiera sabe que la fecha es hoy a la noche.
Una chica.
El Chalo Lagrange se encontró en su pieza un rato antes de la medianoche. Dispuso unas velas de colores adecuados, inhaló unos vapores mefíticos provenientes de unas hierbas almizcladas y unos serrines impalpables de colores que le habían sido indicados, recomendados en sus dosis y proveídos por la curandera Doña Gracia, en el transcurso de las periódicas visitas que durante varios atardeceres le realizara a su consultorio de la calle Santa María de Oro y Vélez Sarsfield a instancias, consejos y solidario acompañamiento de una afable vecina, Doña Pilar Soraluce y su deliciosa hija, la Arantxa, pronunció unas palabras sin sentido que la misma ensalmadora le había escrito prolijamente con tinta roja en una hoja de papel rosa muy pálido adornada en sus márgenes con arabescos dorados, y esperó.
Después de un largo rato, si ha de creerse en su testimonio, apareció la mujer soñada, la fascinante y perfecta Mirtha Lucía Pérez, la misma que llevaba en sus ojos, su corazón y cada uno de sus actos desde hacía una docena de años cuando la conoció en el colegio de las monjas: el Guadalupe. La Mirtha vestía muy elegante, a la moda adecuada a su finísima personalidad y acorde a su extraordinaria belleza: calzaba unos preciosos zapatos de tacones, una pollera cortona de tela con apariencia similar al jean de tiro muy por debajo de la cintura más que breve y que llegaba al ruedo final bastante por encima de las rodillas, cosa que hacía exhibiera sus piernas perfectas, una camisa entallada con los primeros botones abiertos que proponía a la vista su distinguido cuello en el que se destacaba una exquisita cadena de oro de la que pendía, a la altura de su pecho, una medalla labrada con la imagen de la Inmaculada Concepción de María. La Mirtha, además, había elegido para la ocasión lucir una sonrisa entre dulce, tierna y pícara, la misma que el Chalo tenía en sus retinas y en su alma desde la primera vez que la observó y, ello, había originado que soltara sus pájaros al viento, hacía doce años.
Conviene pensar que se abrazaron extendidamente con gran emoción. Después de algunas frases de enorme cariño la Mirtha cambió la inflexión de su voz, aunque sin abandonar la dulzura en su tono grave y profundo, otro de sus infinitos atractivos, dijo: “Todo esto es muy lindo, pero la verdad es que no soy otra cosa que el resultado de esos vapores de mierda que te recomendó la bruja Doña Gracia o esos polvos malsanos que te vendió ese retrasado mental, el imbécil de tu vecino aprendiz de enfermero, ese mostrenco que se las da de médico”.
El Chalo se atrevió a discrepar: “¡Ohhh…! Por favor, no. Mirtha, mi Amor. Comprenda, simplemente soy un muchacho común en una circunstancia extraordinaria. He esperado mucho tiempo este momento de un maravilloso y celestial encuentro con usted. Por favor, no lo estropee con su descreimiento agrio, duro y ese gesto adusto que la embellece aún más pero, a la vez, me inhibe y torna en silencio mis palabras”.
“No hay tal momento de encuentro. Soy tan sólo una idea tuya, una construcción de tu mente, una comodidad de rasgos, atributos y virtudes que has elegido para mí, que, en definitiva, no soy nada”.
“No, otra cosa es usted tanto en mis sueños como en mi vida. Además, creo que me ha enviado unas misivas aunque anónimas. La letra es parecida a su letra. Sé que es su letra.”
“La letra es parecida a cualquiera.”
“Estoy seguro que quería transmitirme un mensaje.”
“El mensaje que traigo del más allá es que no hay más allá. No nos encandilemos por unas velas de dos centavos. Claro que me gustaría ser lo que crees que soy. Pero si en verdad fuera tu Amor trataría de convencerte y no de disuadirte como estoy haciendo.”
El Chalo, mirándola fijamente a los ojos dijo en voz baja pero firme, convincente y llena de ternura: “No sé por qué, pero… ¡Mirtha, yo… yo la Amo! Y, dicen los que saben, que, cuando no se sabe por qué es cuando más se Ama.”
La atractiva mujer flotó por el cuarto con impaciencia.
“Podrías ponerme a prueba”, dijo. “Hay cosas que sólo yo podría saber: canciones, poemas, personas, sucesos, circunstancias, lugares, fechas… Mi ignorancia te convencerá.”
El Chalo pegó un salto y le exclamó en la cara.
“¿Cómo empieza la canción Mon Amour Pour Toi, en francés?”
“Mon amour pour toi c’est ma seule richesse / Ma plus solide armure contre la laideur de la bêtise… / Ma ressource infinie contre la détresse / L’unique terre qui me soit promise… Eso lo puede saber cualquiera. No es prueba de nada”
“¿Quién era la Madre Cecilia?”
“La Superiora del Guadalupe. Es tu memoria la que contesta. La pregunta correcta es la que alude a algo que sólo yo podría conocer… Pongamos por caso el número del documento de identidad.”
El Chalo se entusiasmó.
“Es una buena idea. Jamás supe el número de su documento de identidad… Y es un dato que puedo verificar más tarde.”
“Pues bien”, dijo la Mirtha. “No recuerdo ese número.”
“No es posible”, el Chalo estaba desolado. “¿Y si usted dijera un lugar cualquiera muy importante, esencial, para mí? Tal vez lo sepa sin saberlo.
“Está bien. Anotalo y no te equivoqués.”
La Mirtha recitó el nombre de un sitio que el Chalo apuntó y que, luego, ante su estupor resultó ser el convento y escuela de Sainte-Valérie en Lyon, Francia. Eso era algo tan íntimo y secreto que sólo él y su padre sabían.
“Debo despedirme”, dijo la Mirtha y se esfumó, o quizás salió por la ventana, o quizás salió raudamente por la puerta haciendo flamear su admirable cabellera y la elegante chalina de el Chalo, o quizás se acostó a dormir y lloró bajo las cobijas, o quizás tomó una lapicera estilográfica con pluma de oro y con tinta azul negro permanente escribió sobre una hoja de papel de excelente calidad y tenue color verde agua una carta anónima, que el Chalo recibió el viernes 13 de julio en su casa de la Avenida Alberdi, cuando daban exactamente las doce de la noche.
Rosario, para el domingo 15 de julio, que es la fecha de tu aniversario con la vida.
La singular potencialidad virtual de tu intelecto puesta de manifiesto, ejercitada y desarrollada a través de una rigurosa praxis sistemática te hace conocedor que la creación de algo nuevo no se realiza con el intelecto sino con el instinto de juego que actúa por necesidad interna. Una mente creativa, como la tuya, juega con el objeto que ama.
Entonces, si Amás lo peor que podés hacer es hacer nada. Tenés que expresarlo y mostrarlo, sin esperar correspondencia: en la forma adecuada y el tiempo justo. Siempre encontrarás personas buenas y sabias en las que podrás confiar y te ayudarán para agudizar tu sensibilidad y así llegarás a hacerlo. Si transcurre la vida y no has encontrado la ocasión y el momento de realizarlo no te entregues ni vayas a darte por vencido. No me caben dudas que encontrarás la circunstancia y el estilo.
Tené presente siempre, no olvidés que:
Pasarán uno a uno los almanaques y para mí siempre serás Juan-Carlos.
Lo que pudo ser no existe.
Nadie ni nada regresa.
Pero, si lo tuyo es verdadero y realmente Amor, ya se sabe, en la eternidad: nadie ni nada muere mientras se lo recuerde.
Yves Jackard
Invierno, julio de 2008.-