El valor de los cansancios

El Enrique Casado, el Quique Casado, había aprendido de un vecino sabio que no sabía que era sabio, y de una abuela del corazón experta en ternuras y, además, de un compañero y amigo  al que siempre llevaría en el alma la lección central de su vida: cansa más no hacer que hacer. “Cansa más no buscar que buscar”, decía aquel vecino sabio. “Cansa más no dar que dar”, opinaba dulce y cariñosa su abuela del corazón. “Cansa más no soñar que soñar”, convencía ese compañero y amigo del alma. Por eso, un atardecer gris, destemplado y húmedo de ese tramo final del invierno desembarcó en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, un sitio que quedaba fuera de sus entrañas pero formaba parte de ellas, y sentenció que también en el fútbol cansa más no hacer que hacer.

“Cansa más no hacer que hacer”, contó el Quique Casado que decidieron los socios viejos de un club de barrio igual de viejo, en cuyas ruinas se juntaban a lamentarse por las cosas que ya no eran. Y, a causa de esa decisión, dejaron de usar el club para los lamentos y lo reconstruyeron, entre múltiples dificultades, para que las ruinas terminaran de ser ruinas y para que el club no renegara del pasado, pero tampoco del futuro.

“Cansa más no hacer que hacer”, repitió el Quique Casado al introducir en los oídos cautivados de los habitués del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras la historia de un equipo en declive al que la existencia le ofertó diez oportunidades para avanzar hacia el derrumbe definitivo, pero sus integrantes se hablaron, se entrenaron y salieron a tratar de vencer a los rivales y a tratar de vencer a la derrota. “Cansa más no hacer que hacer y eso hace que se vean como gente cansada”, recordó el Quique que fue lo que les gritó su compañero y amigo del alma a otros amigos que despotricaban contra todo lo que pasaba en el mundo y en las canchas, pero jamás hacían nada para transformar la realidad.

Esas y muchas otras experiencias detalló el Quique Casado. Y lo hizo con tanta fuerza que recién al final de su narración el resto de los asistentes al Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras reparó en su aspecto. No se lo veía como en otras oportunidades. Tenía las rodillas crujientes, unos pantalones cortos manchados de barro, dos heridas en los brazos y una sonrisa entera. Después de mucho tiempo, acababa de recuperar su antiguo hábito de ser lateral de ataque bien abierto con desbordes y diagonales letales por ambos extremos. “Cansa más no jugar al fútbol que jugarlo”, comentó. Y pensó que su vecino sabio, su abuela del corazón amorosa y su compañero y amigo del alma, viéndolo desde donde quiera que estuvieran, le darían, felices, la razón.

Chalo Lagrange

Invierno, septiembre de 2012.-

Para M. L. P.: Mi Amor, en todas partes la oigo, en todas partes la huelo, en todas partes la miro… no está en todas partes… pero siempre la llevo conmigo.-

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