La poder
Cuando se transita del módico y cordial «Que tengas un buen día» a la entusiasta amplitud del «Que tengas un buen año» lo que tiene lugar, en verdad, es un salto en la expresión de la cortesía y los buenos deseos. Y ese salto bien merece alguna reflexión.
Al desearnos unos a otros todo un año fecundo y afortunado, sin reveses y feliz, procedemos en consonancia no sólo con una convención sino ante todo con una ilusión poderosa, subyugante y poco menos que universal. Esa ilusión es la de renacer, la de sentirnos inscriptos en un momento primigenio, inédito y liberador, en el que disolver lo que de ingrato pudo hasta entonces habernos sucedido. Esa hora primera, genesíaca, cuyo arribo anhelamos y en cuya eficacia depuradora confiamos, equivale a una refundación del mundo y a propiciarnos en ella la centralidad imaginada para los elegidos. De modo que, seamos o no religiosos, todos recibimos al año que se inicia como a un redentor. Con mayor o menor intensidad, sentimos en ese momento la emoción de lo inaugural. Emoción y expectativa que los muchos años nuevos anteriormente vividos por cada uno de nosotros no logran atenuar ni desmerecer.
Es que el año nuevo, al llegar, no se suma a los anteriores en el sentimiento de sus celebrantes. Es siempre fundacional. Su singularidad es irreductible e irrepetible, y por lo tanto no se deja inscribir en una serie. No es uno más sino el único cada vez. No implica el retorno de un comienzo ya ocurrido sino un inicio sin precedentes aun cuando, en el calendario, sólo se lo vea como un número añadido a una cifra previa. El año nuevo no vuelve. Llega, siempre, por primera vez. Esto es especialmente evidente e intenso en los cambios de siglo y más aún en los de milenio, como hace tan poco ocurrió en Occidente. En esa arraigada percepción colectiva, el año nuevo no puede provenir del pasado sino del futuro precisamente porque, en el imaginario social, su efecto es el de una redención: incorpora a la actualidad lo que hasta allí sólo albergaba el porvenir y ahora se derrama sobre el presente. Se descree por lo tanto de toda paternidad que lo viejo pueda reclamar sobre lo nuevo. Lo viejo, estima la creencia, no está en condiciones de producir lo nuevo. Su edad, justamente, es la que no se lo permite. Y así, el recién nacido, representado usualmente como un niño en pañales que se lanza a recorrer sus días, suele aparecer distanciándose de un anciano consumido, encorvado y a punto de extinguirse y no identificable como un progenitor lozano.
De manera que lo que empieza nada debe a lo que termina. Es su antítesis y no su resultado. Como un dios no gestado en el tiempo, el año nuevo es vivido como una ofrenda de la plenitud y no de la precariedad y el desgaste. Ciertamente al año viejo debe apagarse para que el nuevo pueda brotar. Pero el suelo en el que se produce esta pujante floración no es la tierra marchita de lo que está al borde de su desaparición.
No obstante e indefectiblemente, el año nuevo se irá apartando de la inmaculada intemporalidad que lo trajo a este mundo para empezar a agrietarse bajo las contradicciones y adversidades que le impondrá el prosaico curso de la vida cotidiana. Irá perdiendo entonces la gracia de una revelación y ganando a cambio el semblante menos luminoso y a veces conflictivo de lo diario. Poco a poco comenzará a abundar entonces en boca de sus usuarios, la expresión «No veo la hora de que este año se vaya» mientras en el alma de tantos disconformes empezará a anidar la simiente idealizada del año por venir.
Es en esta parábola que se desplaza de la idealización al desencanto donde puede advertirse el parentesco entre el año que se va y el que irá llegando. Fatalmente lo nuevo se convertirá en viejo pero aun así la fe podrá más que el saber y la necesidad de volver a creer (tan nuestra, tan íntima, tan apremiante) podrá más que las lecciones de la experiencia. Se trata, propone ésta, de un ciclo, con su carga habitual de venturas y desventuras. ¿Pero quién se muestra dispuesto a reconocerlo como tal cuando están por dar las doce de la noche del 31 de diciembre? No es hacia lo usual hacia donde queremos ir al alzar la copa en esa hora tan esperada, sino hacia lo que soñamos, hacia el acontecimiento venturoso que con su pujanza creadora infunda realidad a lo que hasta ese momento sólo encontró albergue en la imaginación. La fe puede, en consecuencia, más que el frío discernimiento. Necesitamos creer porque de esa creencia vive el deseo que nos da vida. Él la nutre y él a ella, por supuesto, en un acoplamiento que es perfecta complementación.
Acaso ya se advierte que, a mi entender, creyentes somos todos. Tanto los que admiten a Dios como aquellos que no lo hacen. Creer es contar con valores orientadores que infunden inteligibilidad a nuestra vida y la inscriben en un campo de sentido. No hay existencia posible sin valores. Y los valores expresan siempre creencias. Esas creencias, sean seculares o religiosas, traducen un mismo apego a la fe, recaiga ésta sobre la que recaiga. Cree en la ciencia quien a ella se consagra con la misma unción con que cree quien hace de la poesía la razón de su vida o de la teología su finalidad primordial. En términos de fe, en nada difieren quien vive para el deporte de aquel que se entrega a la sociología. En cualquiera de estos casos creer es decisivo para proceder. Pascal señaló hace mucho qué sólidas y arraigadas suelen ser las razones del corazón y qué distintas a las del entendimiento. Se puede dejar de creer en lo que se creía pero no se puede dejar de creer en sentido absoluto sin que nuestra vida zozobre en la angustia y el absurdo. Aun el escéptico más avanzado confía en haber encontrado la posición adecuada para hacer del desapego a toda creencia una creencia afianzada.
No exagera quien asegura que la fe mueve montañas. Montañas que, en nuestro caso, son las de la incredulidad que pretende atenuar la fe con que cada año recibimos al año que se inicia. La necesidad que se incuba en nosotros de festejar su llegada desafía todo llamado a la moderación y barre con la cautela que aconseja el sentido común. Y es así como volvemos a expresar fervientemente nuestra confianza en que esta vez sí será nuevo y sin desmayo el año nuevo. Por cierto, el consenso general es en esto determinante y favorece esa disposición a desearnos felicidad unos a otros y a confiar en que ella no nos dejará. Con incansable insistencia, nuestros sueños, deseos y creencias se pronuncian para dar vida a ese buen augurio que, compartido por tantos, a lo largo y a lo ancho del planeta, hace saber de nuestro anhelo de que nadie se vea excluido de la alegría de vivir y convivir.
Somos seres simbólicos, tenazmente simbólicos. Lo prueba la potencia que en nuestro espíritu alcanza esa noche excepcional. Lo prueba la necesidad de acercarnos unos a otros, la de abrazarnos y mirarnos con afecto, la de creer que es posible ser mejores y vivir en un mundo algo mejor..
Fuente: Opinión LA NACION 31 DIC 2014