La ficción chilena: últimas décadas

Mapa de la narrativa del país suramericano: desde referentes como Edwards hasta Alejandro Zambra, pasando por Gumucio y Fuguet

J. ERNESTO AYALA-DIP Barcelona 

La inclusión de dos escritores chilenos en la lista de “Los mejores narradores jóvenes en español”, confeccionada por la revista Granta hace dos años, no premiaba sólo a Carlos Labbé y Alejandro Zambra (los dos escritores incluidos) sino a todo un grupo de autores que desde su heterogeneidad narrativa, temática y generacional exponen la vitalidad de una literatura que prosigue su camino, tras haber superado las trágicas secuelas del pinochetismo, además de ir desprendiéndose de la prestigiosa (pero no por ello menos pesada) herencia del boom. Si se mira atrás, los nombres de José Donoso y Jorge Edwards mantienen intactas sus aureolas de referentes narrativos como desenmascaradores de la realidad: la ideológica y la que se esconde con pudoroso cinismo entre las cuatro paredes de la alta burguesía chilena. Se mantienen intactos esos nombres de la misma manera que se mantenían (aunque tal vez con no tanta resonancia crítica y lectora) los nombres señeros de un Jorge Guzmán o Carlos Droguett (del que nunca dejo de recordar, por cierto, su hermosa novela Eloy, publicada en los años sesenta pero escrita en 1954), o ese extraño escritor llamado Francisco Coloane, autor de un excelente libro de memorias titulado Los pasos del hombre (2000). En España, entre novelas de Donoso y Edwards, de vez en cuando alguien se acordaba de María Luisa Bombal, aunque lamentablemente no ocurría lo mismo con Eduardo Barrios, del que nunca ninguna editorial de nuestro país atinó a editar uno de los textos clásicos de la narrativa chilena del siglo veinte: me refiero a El niño que enloqueció de amor.

Un aparte lo comprenden tres nombres muy vinculados por la popularidad que alcanzaron sus libros: me refiero a Isabel Allende, Antonio Skármeta y Luis Sepúlveda. Tres maneras muy personales de entender la literatura como vehículo de sentimientos a flor de piel, en su vertiente sentimental, política y de aventuras ecológicas, respectivamente.

Hacia la mitad de los años noventa del siglo pasado, un libro llama poderosamente la atención entre los críticos literarios españoles: se trata de Literatura nazi en América, de un escritor llamado Roberto Bolaño. Vienen más tarde La estrella distante y Nocturno de Chile (para mí una auténtica joya literaria en el subgénero que llamaría “literatura en torno al mal”). Con Los detectives salvajes (premio Rómulo Gallegos) llega la consagración definitiva. Estamos sin lugar a dudas ante un maestro, como así lo consigna definitivamente la publicación de su última novela, 2666. Con Bolaño, en la literatura chilena se produce un corte de la episteme literaria que regía la representación novelística hasta ese momento. Su modo de encarar los múltiples problemas que ofrece la narrativa contemporánea (por supuesto que no sólo la chilena y ni siquiera solo la latinoamericana), es un adiós a las obsesiones socio-psicológicas de un Donoso o las socio-ideológicas de un Edwards. Con Bolaño y con los novelistas que se incorporan a ese proceso de derrocamiento formal y temático en la narrativa chilena, se cierran los coletazos del boom en Chile y se abre una narrativa, no solo renovada sino que más de las veces, nueva.

Si uno habla de una novela como Navidad y matanza (2007), de Carlos Labbé, está hablando de ese nuevo paradigma en la narrativa chilena al que me referí más arriba. Un lado surrealista, una incursión metaliteraria y una cierta huella bolañiana para redondear una pieza perfecta. No me merece menos consideración Rafael Gumucio (1970), del que todavía me sigue pareciendo su mejor libro Memorias prematuras (2000): un compendio de reflexiones antitrascendentales sobre el hombre común chileno, que se convierte en una especulación sobre el hombre común a secas. Un día me enteré de que una novela de Alberto Fuguet (1966), Tinta roja es de lectura obligatoria en las escuelas (si Internet no me miente) y también leí en la red que después de leerla un lector decidió ser escritor. Cuando yo la leí, ya era tarde para ser novelista, pero no para seguir siendo, con un inmenso placer, lector. Luego seguí leyendo más novelas suyas. Como también sigo leyendo a Arturo Fontaine (1952), escritor que antes de novelista fue un poeta leído y escuchado en su país. Novelista tardío, en los años noventa irrumpe en la narrativa con una novela, Oír su voz (1992), probablemente una de las mejores novelas construida a partir de voces distintas que leí en castellano en los últimos años. No quiero dejar de consignar la impresión de excelente literatura que me dejó la lectura de La vida doble (2010). Esa manera de darle vuelta al realismo y demostrar que todavía esta escuela sigue contando (como lo demuestran constantemente la narrativa inglesa y norteamericana de nuestros días sin ningún complejo) y mucho en el futuro. Y a propósito de este último libro de Fontaine, me viene a la memoria una novela de Carlos Franz (1959) que me dejó una grata impresión, muy en la estela de “La vida doble”, aunque con una resolución formal muy diferente. Me refiero a El desierto (2005).

No dejo, para ir terminando este breve y seguramente injusto repaso, de comentar a dos novelistas más: Alejandro Zambra (1975) y Pedro Lemebel (1955), sumados a significativos y consagrados nombres como Marcela Serrano (1951) («Las mujeres siempre están obligadas a contar la misma historia”: palabras pronunciadas a propósito de la publicación de Diez mujeres (2011), Ariel Dorfman (1942), Pablo Simonetti (1961), Hernán Rivera Letelier (1950), Diamela Eltit (1949) y Lina Meruane (1970), distinguida este año en la Feria del Libro de Guadalajara con el premio Sor Juan Inés de la Cruz. Zambra no es sólo el autor de Bonsái (2006), esa pieza de provocativa brevedad digna de Borges (recuérdese este fragmento antológico de la levedad literaria: “Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura.”), es también el autor de esa impecable indagación generacional titulada Formas de volver a casa (2011). Lemebel: de este inclasificable escritor no puede dejarse de leer (y releer) sus crónicas reunidas en Loco afán (crónicas de sidario) (en España, 2000). Un libro que seguramente el gran Copi hubiera también deseado escribir. Resumen rotundo de la filosofía gay: un sofisticado dardo al corazón de la hipocresía mundial.

Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/11/27/actualidad/1354029772_198274.html

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