Los cursos para Aprender a Perder y Experimentar las Derrotas organizados por la Mesa Canaya en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras se tornaron, uno tras otro y su conjunto, en sucesos de trascendencia singular cuando fue pasando el tiempo. En los principios, en cambio, acumularon una rara mezcla entre apatía, indiferencia y abulia (que son casi lo mismo pero juntas parecería que se potencian). Recién en la reunión sesenta y nueve se presentó, entre alborozos, un hombre. Sin embargo, bastaron unos pocos minutos de charla para certificar inapelablemente que se trataba de un punto, totalmente confundido, que había entendido todo para el carajo y que los cursos eran para aprender a no perder. Contra ciertas corrientes de estas épocas de cambalache, las buenas gentes, Hombres y Mujeres de todas las edades, empecinadas, porfiadas del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras jamás se desanimaron, ni arriaron sus banderas por ese traspié inaugural. A fin y al cabo, centenares y centenares de jornadas debatiendo la existencia a través del fútbol no les habían dado la certidumbre efectiva de qué cosa es el triunfo, la victoria, pero sí les permitían estar seguros de que ninguna existencia puede eludir ni la lluvia, ni el hambre,… ni perder.
Una de las primeras respuestas numerosas de los cursos para Aprender a Perder y Experimentar la Derrota la obtuvo un viejo volante izquierdo cuya historia personal se parecía a la de la mayoría de los miembros de cualquier multitud: nunca había salido campeón, nunca había llegado a una final, por lo tanto, tampoco nunca había salido subcampeón y nunca jamás una Mujer se le había enamorado viéndolo trotar y caminar con sapiencia y elegancia en las canchas de la Ciudad Más Futbolera del Mundo. “Durante años -contó cachacientamente como sólo hacen los que saben- perdí mucho y perdí mal, qué digo perdí muy mal. Diría que perder en el fútbol era exactamente mi perdición. Hasta que un día descubrí que estaba a punto de gastarme todas las malasangres que caben en un corazón. De golpe, de una, tuve en claro que vendrían nuevas pérdidas y que yo sería incapaz de darme cuenta de que estaba perdiendo. Desde ese día, exactamente desde ese día, no dejo que las derrotas me derroten”. Nadie olvidaba que esa vez el viejo, el veterano volante izquierdo de otrora, pretendió seguir hablando, pero perdió de nuevo, en este caso por la ovación de quienes lo escuchábamos.
La solícita y amorosa Paula, la más diligente y simpática moza del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, estaba convencida de que la aceptación que fueron logrando los cursos para Aprender a Perder y Experimentar la Derrota se sostenía en que expositores y oyentes eran más o menos lo mismo: individuos comunes, muchachos y chicas que perdían seguido y tupido.
En una mañana de otoño, de esas en que el aire frío merma por la caricia del sol suave, un marcador de punta compartió unos cuantos partidos, las jugadas y los torneos que había perdido y explicó cómo aprendió que eso no lo descalificaba como persona. “Perdí tanto -dijo- que un sábado hasta perdí a un wing derecho que me había dado un baile bárbaro. No lo pude encontrar ni adentro ni afuera de la cancha… ni sabía dónde estaba la pelota. Pero, ahí aprendí que muchas derrotas no son definitivas: tiempo después, crucé al wing derecho en la zona del Centro de la ciudad, más precisamente en la ochava de Montevideo y San Martín, cuando coincidíamos en ingresar al Bar Los Inolvidables y, ahora, somos amigos”.
Hace muy poco tiempo atrás, un par de meses… sí, casi ayer, invitado a disertar en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras, un hincha confesó que no había aprendido a perder y creía que nunca aprendería. “No es un camino fácil al que se llegue con una sola fórmula, pero se llega”, le comentó el viejo volante izquierdo, que ese atardecer estaba de alumno. Y le sugirió que intentara, que no dejara de intentar… en cada partido y en cada día de su vida. Después de todo, aprender a perder es casi, casi aprender a vivir.
Chalo Lagrange
Otoño, mayo de 2011.-
Para M.L.P.: Muchas gracias, mi Amor, por haber nacido.-