Por: Marcos Ordóñez
Me ha vuelto Sharon Tate (unida a un destello del color californiano de aquellos años: el naranja) mientras leía El álbum blanco, de Joan Didion. Una parte de El álbum blanco, la que está antologizada en Los que sueñan el sueño dorado, la selección de Mondadori. Sharon Tate con tres colores como los de una bandera: dorado, naranja, blanco. A menudo brotan cadenas de cosas, constelaciones, migas de pan que llevan al tesoro o a la casa de la bruja. En el Doble Blanco de los Beatles (que en inglés se llama The White Album, a secas) está Helter Skelter que, según se dice, fue la canción detonadora de los horribles crímenes de Cielo Drive. No creo en eso, como tampoco creo que El guardián en el centeno despertase voluntades homicidas. Cualquier cosa puede hacerlo, la luna llena, una palabra más alta que otra, una cefalea, el grosor de la guía de teléfonos, y al maníaco siempre le resulta muy conveniente esa voz presuntamente exterior, esa figura que creen ajena y que impulsa, obliga, dicta. Podía haber sido Helter Skelter y podría haber sido Piggies, donde Harrison canta “what they need is a damn good whacking” (y pigs fue la palabra que apareció en los muros de Cielo Drive), y podría haber sido… Da igual: el viento de la locura sopla donde quiere. O no sopla sobre lo que podrían ser campos abonados para la semilla maléfica. Pensemos en los Stones, por ejemplo. Que si Let It Bleed, que si Their Majesties Satanic Request, que si Sympathy fo the Devil, y ningún asesino les tomó (y a Dios gracias) como suministradores de mensajes cifrados y fatales. Vale, pasó lo de Altamont, pero eso era otra cosa: a los Hells Angels no les hacían falta mensajes. El Doble Blanco, en cambio, generó incontables teorías delirantes, todavía más que Sergeant Peppers: la felicidad es una pistola caliente, la revolución está a la vuelta de la esquina, lo que esos cerdos necesitan es una jodida paliza, ponlo del revés (¿cómo se hacía eso?) y una voz te informará de que McCartney ha muerto y alguien lo ha sustituido.
Desde lo alto de esa montaña de basura, Sharon Tate sonrie y agita la mano.
Hola, Sharon.
Me interesa más saber por qué Joan Didion eligió el título de El álbum blanco para hacer balance y tratar de dar carpetazo a sus experiencias de los sesenta. Quizás, pienso, porque algo parecido es ese doble disco, una suma, un muestrario, una liquidación por fin de temporada, tras la cual cada uno de los Beatles encuentra su camino y comienza a marchar por su lado: Four Way Street, como el de Crosby & Stills & Nash & Young, también habría sido un muy buen título.
¿El Doble Blanco, un resumen de las ilusiones, anhelos, falsas quimeras y paranoias de los sesenta? También podría ser. Quizás haya otros discos semejantes en esa época, pero ninguno tan conocido como ese. El libro de Didion también parece hecho de recortes, piezas aparentemente inconexas pero bañadas por la misma luz, la luz de finales de la llamada década prodigiosa, la luz de atardecer cuando baja la ola, cuando todo está muy cerca del desquiciamiento. En ese libro, Didion narra su quiebra anímica, su tratamiento psiquiátrico en el Saint John’s Hospital de Santa Mónica en el verano de 1968 (“poco antes de que Los Angeles Times me nombrara Mujer del Año”), sus encuentros con los Doors, y sus entrevistas con varios miembros del Black Panther Party y con Linda Kasabian, una de las integrantes del clan Manson, implicada en las muertes de Sharon Tate, Jay Sebring, Abigail Folder, Steven Parent, Voytek Frykvski en Cielo Drive, el 9 de agosto de 1969, y de Rosemary y Leno LaBianca en Los Feliz la noche siguiente.
“Mucha gente que conozco en Los Ángeles”, escribe Joan Didion, “cree que los sesenta se terminaron de golpe el 9 de agosto de 1969, en el momento exacto en que la noticia de los asesinatos de Cielo Drive se propagó como un incendio por toda la comunidad, y en ese sentido tienen razón: aquel día estalló por fin la tensión. La paranoia se cumplió”.
¿Hay un día o una noche en que las cosas empiezan o acaban?
No sabría decirlo. Didion no dice que ella lo crea: se hace eco de lo que mucha gente creyó entonces. Sigo leyendo. Poco más tarde dice algo mucho más interesante acerca de la noche del 9 de agosto de 1969: “Recuerdo con mucha claridad todas las informaciones erróneas de aquel día, y también recuerdo otra cosa, y ojalá no la recordara: recuerdo que nadie estaba sorprendido”.
En Quemar los días, James Salter evoca la casa de los Polanski en Cielo Drive, en Santa Mónica, que “imitaba una gran casa de labranza en Normandía”, bajo el promontorio rodeado de palmeras en la playa.
Cuando recibió la noticia de las muertes, pensó en Sharon y en la habitación de la pareja: “Era amplia, en el segundo piso, de cara al mar. El sol abrasaba el suelo. Los cajones de la cómoda empotrada tenían estrechas ventanillas de cristal para que uno pudiese ver el color de las camisas en su interior. En el hermoso cuarto de baño había dibujos de Matisse”. Dice luego: “Cuando Sharon Tate, junto con otras cuatro personas, fue asesinada absurdamente aquella noche, al horror y la repugnancia se añadió la vergüenza. América había sacrificado a una de sus inocentes. Era incomprensible, Dios no podía permitirlo”.
Recordó luego una fotografía del brillante director en un sofá con la chica alta y grácil. “Cuesta ahora imaginar a la mujer en que se habría convertido. Sigue siendo tal como era, como si entre todo el rebaño hubiese existido esta criatura excepcional, un poco torpe quizás pero sin mácula y encarnando los rasgos esenciales, el verdadero corazón del paraíso que él de algún modo había esperado”.
Sigue siendo tal como era, dice. Sí, es cierto. Cuando mataron a Sharon Tate y a sus amigos yo tenía doce años. Recibí plenamente el golpe con un año de retraso. Claro que recuerdo la noticia de las muertes, imposible no recordarla: estaba en todas las bocas, en todos los periódicos y todas las revistas de aquel verano, casi como la muerte de Kennedy pero sin amenaza nuclear. La devastación era interna: veo de nuevo el rostro de Polanski con gafas oscuras, descoyuntado por un sollozo, como si una mano invisible y brutal le estuviera estrujando la cara. Y la frase que saltaba como un zarpazo a los ojos era esta, la frase con las tres cifras: tenía veintiséis años, estaba embarazada de ocho meses y la mataron de dieciséis puñaladas.
Un año más tarde, en febrero o marzo, fui con mi abuelo al cine Atlanta a ver La mansión de los siete placeres, suculento título español para el soso original, The Wrecking Crew, la brigada de demolición. No sabíamos que era la última película que rodó Sharon Tate. Para nosotros era una película de Matt Helm, el irónico agente secreto que en nuestra galería de héroes había reemplazado a Nick Carter, cosa muy comprensible: Nick Carter era Eddie Constantine, que se movía por un mundo en neblinoso blanco y negro, entre zonas de sombra y lluvia y aisladas farolas, un mundo provincial, con mujeres opulentas pero siempre con un inconfundible deje de vulgaridad, como camareras de un club nocturno de cuarta fila, mientras que Matt Helm era Dean Martin, que llevaba jerseys de cuello alto y estaba rodeado de muebles aerodinámicos de color naranja y artefactos plateados y mujeres altísimas, estilizadas, casi extraterrestres, y entre todas ellas estaba Sharon Tate, que en aquella película interpretaba a su ayudante.
Allí estaba, como una gacela, llena de encanto y de torpeza. ¿Resucitada? No, doblemente muerta, doble y dolorosamente muerta. Era una despedida. La veíamos, pienso ahora, como si nos estuvieran dando la última oportunidad de verla, como si nos estuvieran comunicando que acababa de morir. Fue muy extraño lo que sentimos al verla, y es un plural hipotético: no puedo saber lo que sintió mi abuelo, porque no hablamos después, pero en nuestro silencio mutuo había algo desolado, algo irremediable, como si también nosotros fuéramos un poco Polanski. Matizo: como dos mortales a los que nos hubiera sido concedido el breve privilegio de ver a una diosa antes de su desaparición. No era un diosa imponente, estatuaria: lo sagrado estaba en sus ojos, en su sonrisa, en la longitud de las piernas, en el encanto y la dulcísima patosía de sus movimientos. Y estaba el deseo, por supuesto. Aquella tarde de invierno, en un cine de reestreno, en la Barcelona de 1970. Una diosa abatida por la irracional brigada de demolición, alzando unos instantes, para nosotros, la bandera blanca, dorada, naranja. Y nuestros ojos: los ojos del deseo perdido en mi abuelo, en mí los ojos del deseo naciente. Buenas noches, princesa.
Fuente: http://blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/2013/02/me-acuerdo-de-sharon-tate.html