El Dante Valle, el General Valle, el Daniel Franco, el Gringo Franco y yo éramos los integrantes más jóvenes, unos pibes verdaderamente desfachatados de aquel equipo que se transformó en algo mítico, fabuloso, del cual aún en los bares y en las calles se escuchan comentarios increíbles de sus hazañas por todas las canchas de la ciudad y la región. Se llamaba Las Malvinas y lo conducían, como sólo los grandes líderes saben hacerlo, el Hugo Pastoriza, el Ronco Pastoriza y el Omar Pastoriza, el Pato Pastoriza -nuestros hermanos mayores en las cosas de las canchas, de la vida y del corazón- Un día, un día cualquiera en que los hechos acontecen, detectamos que no hay un solo camino para volverse una memoria del fútbol casi en la misma época en la que aprendimos cuánto mundo cabe en la cintura de las mujeres o cuánta gracia le falta al corazón de muchos hombres. La escasez de experiencia había hecho que siendo adolescentes apurados para ser Hombres mientras corríamos pelotazos como si fueran choripanes y gaseosas creyéramos que una leyenda del fútbol necesitaba fundarse, por ejemplo, con el eco de un gol o revertiendo un resultado adverso en la agonía de un partido. Pero, fue en ese tiempo que descubrimos a la Olga Dubrowski, la Polaca Dubrowski. En realidad, este que narra la conocía desde bastante tiempo antes, porque sus padres y el hermano -los Polacos- a instancias de ella, después de los picados en la cancha de Las Malvinas, o en la de Vélez Sarsfield, o en la de Arizu, o en la del Boneo, me invitaban por las tardes a merendar y disfrutar exquisitos parlamentos sentados a la mesa hogareña. Era una agradable excusa para organizar los encuentros de chicas y muchachos amenizados con la música de los discos simples y long plays colocados para girar en treinta y tres en el Wincofon que se ubicaba estratégicamente en el patio de su casa de la calle Cilveti al fondo o para ir a las matinés y continuados de los cines en los inviernos o concurrir diariamente en barra, desde muy temprano, compartiendo largas y amenas tardes con juegos, charlas y soles de playa en los clubes de la ribera baja del río durante el transcurso de los veranos.
La Polaca me llevaba un par de años en la edad, era muy inteligente, de excelente educación, suave muy suave y con ojos azules claros como las aguas de la bahía de Gdansk, su lugar de nacimiento. Recuerdo que, a partir del color particular de los ojos, sus padres me describían el puerto sobre el Báltico con la nostalgia propia de los inmigrantes de la Segunda Gran Guerra, cosa que entendía por la similar experiencia propia y servía para dar comienzo a largas y exquisitas charlas hasta el anochecer, como si fuera un miembro más de esa adorable familia. La Polaca, además era alta, delgada y a la vez esbelta, con algunas pecas en los pómulos de su bellísimo rostro y, desde luego, rubia, muy rubia. Su aroma a rosas y jazmines lo tengo tan presente como si estuviera a mi lado. Tenía la piel lista para ruborizarse, el hábito en los días invernales de colgarse un pulóver sobre los hombros con las mangas por delante liadas en un lazo flojo, y una nobleza inconmensurable en cada labio siempre que sonreía. Un detalle: de fútbol casi no hablaba, escuchaba, escuchaba, escuchaba y también leía, leía con fruición.
Más rubia que nunca estaba la Polaca un sábado en el que los integrantes de aquel equipo de leyenda desembarcamos a la hora del crepúsculo naufragando entre olas de bronca. Nada sorprendente: habíamos perdido un partido imperdible. La Polaca se nos arrimó entre susurros. “¿Qué pasó, chicos?”, indagó. Nadie le devolvió una palabra. De nuevo preguntó. Alguien le replicó un mal gruñido, casi una grosería. No se molestó en insistir. Apenas abrió su boca de sonrisas, miró ese elenco de derrotados, se puso a mi lado, me atrajo hacia ella rodeándome los hombros con su brazo derecho en un gesto que era más que amistoso y acercando su rostro al mío largó, invariablemente tímida, una reflexión corta y grandiosa que nos envolvió a todos: “No importa que estén enojados con la vida. Yo los quiero mucho. Y, pase lo que pase, un compañero siempre es un compañero. Uno juega mejor con sus compañeros de la vida. Ellos serán generosos, se ayudarán, se comprenderán, se alentarán y se perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los compañeros que la victoria con los extraños o los indeseables”. No le hizo falta repetirla para despabilar emociones. Tampoco le hizo falta nada más para que ella y su reflexión se convirtieran en una memoria del fútbol. Pura lógica: las memorias que mejor perduran son los actos generosos.
No hay historias perfectas. Luego de muchas tristezas y algunas alegrías, poco más de tres décadas en que el tiempo atravesó irreversiblemente almanaques después de aquél día, encontrándome muy lejos -en la región del Cáucaso donde se encuentra ubicada la ciudad de Grozni, que estaba siendo destruida por primera vez- la Dulce Polaca se murió. Cuando regresé -porque de allí también retorné ésa y otras veces de tantos lugares- los encargados de hablar para enterarme de la noticia fueron precisamente el Ronco Pastoriza, el General Valle y el Gringo Franco en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras. Para los miembros del viejo y memorable equipo de Las Malvinas, había resultado un agujero en el entendimiento y un cuchillazo en la existencia. Igual que muchos años antes, sentimos que habíamos perdido un partido imperdible. Pero, también igual que antes, todos recordamos aquella reflexión y la repetimos como un rezo con un criterio no sólo sentimental sino estratégico: “No importa que estén enojados con la vida. Yo los quiero mucho. Y, pase lo que pase, un compañero siempre es un compañero. Uno juega mejor con sus compañeros de la vida. Ellos serán generosos, se ayudarán, se comprenderán, se alentarán y se perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los compañeros que la victoria con los extraños o los indeseables”. Eso mismo: siempre una memoria del fútbol o de lo que sea, siempre una compañera, siempre y para siempre dulce Polaca.
Chalo Lagrange
Fines de Invierno, septiembre de 2007.-
Para M. L. P.: Los objetos y los fines, los mecanismos y las formas de la ciencia debo conocerlos por mis especialidades técnicas profesionales, pero ya no me interesan. Tarde, tal vez, pero he descubierto que ignoran los sueños, los azares, las risas, los sentimientos, las esperanzas, las nostalgias y hasta las contradicciones, cosas únicas, irrepetibles, que me son indispensables.-