CXXV.I.- La música de María Inés

Todo lo que termina está precedido de una música. En aquellos días la Herma-na María Inés me explicaba el universo y esa fue su respuesta cuando le pre-gunté por qué se había elegido una campana para anunciar el fin de clase.

Las alumnas de la primaria y los pibes y las pibas del pre escolar, los otros, for-maban una fila en el patio y se iban, mientras yo, el único, esperaba que ella, que era la que conducía amorosamente el pre escolar al que también concurr-ía, hiciera las planillas, firmara los registros y cerrara los armarios. Confieso que me hubiera gustado salir con mis compañeras y compañeros. Me entu-siasmaba la idea de estar juntos en la calle, correr y gritar, ver quienes los iban a buscar y comprobar si el mundo de cada uno era como yo lo había imaginado sin otro elemento que lo que me evocaban, más que sus nombres, sus apellidos. Le dije a la Hermana María Inés, en tono de reproche y cuestionándole la verdad de la respuesta, que para mí la campana no significaba la salida y ella me aclaró que esa música que precede a los finales, para algunos suena como una sola nota, prolongada y solemne, que interrumpe lo que están haciendo y los obliga a partir y para otros, con más suerte, para que comprendan que se inicia una lenta despedida.

Traté de escuchar esa otra música y me resigné a la aventura triste de recorrer aulas vacías. Sentí cómo se transforman los lugares cuando parten quienes los habitan, de qué manera el silencio resalta los objetos y comprendí que había algo de privilegio en contemplar un escenario abandonado, en el que podía oír los ecos de las voces perdidas.

Esa pequeña desdicha cotidiana de la espera, que me hacía diferente, a su vez me daba poder frente a los otros, porque sólo yo conocía la escuela en la alborada de cada día y cuando empezaba a oscurecer, no había lugar que me fuera ajeno, sabía cómo se llegaba al sótano y dónde se guardaba la llave del salón de actos que también funcionaba como cine, con los retratos de los próceres y las banderas a ser colocadas para las distintas ceremonias patrias y religiosas y esos cortinados rojos, que inspiraban el temor de lo solemne. Creo que fue entonces que me convertí en narrador porque, para que mis compañeros y compañeras no me aislaran y quisieran estar conmigo, empecé a describirles cómo era la escuela cuando todos se iban y contarles historias que inventaba y en las que, a veces, participaba como héroe y otras como víctima, pero siempre como único testigo.

Trataba de convencerlos de que la calle era algo vulgar, sin secretos, cualquie-ra podía caminar por ella y, en cambio, sólo yo el elegido, contemplaba la aventura que se vive en las aulas cuando sólo queda el perfume del encierro y la tiza. Descubrí la fascinación que produce la palabra. Logré que ellos quisieran ser como yo y, en especial, que no se dieran cuenta que yo hubiera dado todo por ser como ellos. Había días en los que no se me ocurría nada y entonces jugaba con el silencio, les hacía creer que lo que había visto me imponía callar y que ya llegaría el momento de poder revelarlo. Pero el silencio no debía prolongarse demasiado, porque otros juegos ocuparían la atención y ya intuía que nada hay tan difícil como reconstruir la magia que se ha perdido.

Uno de esos días, en los que pensaba en vano qué inventar, la realidad vino a salvarme. Estaba sentado en un banco de la Secretaría y pude oír que dos maestras hablaban del marido de la portera. Decían que había caído preso, que lo habían ido a buscar a la mañana muy temprano y que falsificaba che-ques. No entendí bien, pero tuve miedo y me invadió esa angustia que sólo se tiene en la niñez más temprana, cuando la desgracia roza lo cercano. Lo había visto sólo dos o tres veces, pero intenté recordarlo con precisión, traer al pre-sente su imagen, como si hubiera algo en ella que pudiese revelar que estaba destinado a la cárcel. Recordé que era flaco y que caminaba rápido, lo que me hizo pensar que ya desde entonces lo estaba persiguiendo la policía. Recordé también, que una vez me regaló un alfajor y ahora tenía la certeza de que lo había robado. Aquella noche, luego que la Hermana María Inés, como todas las noches, rezara conmigo al pie de mi cama no pude conciliar el sueño, casi no logré dormir y, al amanecer, cuando la Hermana María Inés me despertó para las oraciones de la mañana y, luego, servirme esos suculentos desayunos que jamás olvidaré, sentí algo que, con los años, tantas veces volvería a sentir: el alivio de tener una historia para contar.

En el primer recreo empecé mi relato y como no sabía bien qué era falsificar dije que lo acusaban de asesinato. Para tornarlo más atrayente, le imaginé una fuga. Debía vincularlo con mi presencia en el colegio al anochecer e inventé que se escondía en el aula de un quinto grado y que yo podía ver cuando la portera entraba con la comida para su cena: un plato de aluminio con fideos recalentados, pan duro y una jarra con agua. Decidí no hablar más para que la historia me durase unos días y sólo ante una pregunta acerca de dónde dormía, les dije que había un colchón en el suelo, con sábanas grises y que debajo de la almohada guardaba un revolver y una foto, en blanco y negro, ajada. Me di cuenta, por las miradas que, a diferencia de otras veces, había logrado que sintieran aquella angustia que yo mismo había sentido. Ese día aprendí, para siempre, que los pequeños gestos cotidianos de un personaje sirven para revelarnos su desdicha y que la descripción minuciosa de los detalles hace más creíbles aquellas historias que jamás hemos vivido.

Al día siguiente, la madre de una alumna pidió hablar con la Madre Cecilia, la Superiora del colegio. Le preguntó indignada, cómo era posible que el ámbito de la institución fuera el refugio de un delincuente y le dijo que ella iba a ser la denuncia y que no intentaran negarlo porque a la nena se lo había contado, nada menos, que esa dulzura de niño que vivía en el mismo colegio y los chi-cos nunca mienten.

Recuerdo todavía la luz temblorosa que dejaba entrever la puerta vidriada de la dirección, las voces de la Madre Cecilia y de la Hermana María Inés y la mirada de rencor que me dirigió la señora al salir. Tuve miedo y pensé que mi destino inmediato tal vez fuera el mismo que el del marido de la portera. La Hermana María Inés se había quedado en la Dirección y pude escuchar que la Madre Superiora le hablaba de mí, de lo que había hecho y de los límites que había que ponerme. Comprendí que la Hermana María Inés había asumido mi defen-sa porque ahora le oía, sin elevar la voz, preguntar con fingida indignación, cómo era posible que una alumna como Gloria, que era abanderada, no hubiera sabido diferenciar una historia verdadera de un cuento simple de un niño de pre escolar en un recreo. Sin duda había que revisar el sistema de abanderadas y escoltas, que no estaba reflejando la capacidad intelectual del alumnado.

Caminamos de la mano por el inmenso patio, ahora vacío sin el bullicio de las alumnas de la primaria y de los pibes y pibas de los jardines y el pre escolar, como todos los días, el largo tramo hasta la puerta de ingreso a las instalacio-nes de albergue de las religiosas que también era mi alojamiento. La Hermana María Inés estaba más silenciosa que otras veces y, por momentos, miraba hacia arriba, como queriendo buscar una respuesta, descubrir una verdad, resolver un enigma que la intrigaba. Yo sentía que todo estaba perdido, que me esperaba el exilio en un nuevo colegio y que nunca más volvería a caminar por ese inmenso patio donde había visto mi primer cielo y dado mis primeros pasos, que ahora me parecía más bello sólo porque lo recorría por última vez.

De pronto la Hermana María Inés se detuvo y me preguntó, con voz de sorpre-sa y orgullo, cómo se me había ocurrido esa historia. Me miró a los ojos dulce-mente, tiernamente, como ella sabía hacerlo y me dijo que mi imaginación era maravillosa y única, que iba a llegar muy lejos en la vida y que tenía una duda que sólo yo le podría aclarar: “¿de quién era la foto en blanco y negro que guardaba el marido de la portera debajo de la almohada, al lado del revólver?”

En ese instante, vi que se reconstruía todo mi universo, me di cuenta de que no había sentido la música que anuncia los finales, me vi de nuevo en el patio, supe que nunca cambiarían los perfumes de todos los días, que no dejaríamos de caminar tomados de la mano por las aulas vacías, y le respondí con la certeza de quien anuncia una verdad innegable, que era la foto del hijo de la portera y que mañana le seguiría contando.

Para M. L. P.: Mi Amor, amarla como me amo a mí mismo es buscar denodadamente oírla como quisiera ser escuchado al igual que comprenderla como quisiera ser com-prendido.- 

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