El Ritual de Junio: café amargo

Fue en los días fríos, de bruma en el río Hijo del Mar y niebla en la Ciudad Más Futbolera del Mundo de junio de 1978, cuando ese ritual se instaló en el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras. Hay que entender esos días, esa bruma, esa niebla, ese junio y ese 1978, en que los feligreses del bar sintieron dolor en cada punto de la ruta que va entre la frente y la nuca o entre las cejas y las sienes porque los atravesó la contradicción más brutal y más moral de sus historias. Por un lado, estaba el Mundial que se disputaba en El País del Fin del Mundo y una de sus sedes principales: la Ciudad Más Futbolera del Mundo, la cumbre de las cumbres de lo que para todos ellos era y es una razón de vivir: el fútbol. Por el otro, estaba instalada la dictadura cívico-militar en su mayor virulencia en el País del Fin del Mundo, la suma de las sumas y su resultado elevado a la enésima potencia de lo contrario de vivir: las persecuciones despiadadas, las humillaciones, las torturas físicas y psicológicas hasta acabar y arrasar con todo: el horror. ¿Cómo hacer ingresar en un mismo tiempo y en un mismo cuerpo las dos cosas? ¿Cómo no dejarse ir detrás de la tentación festiva y vital de la pelota? ¿Cómo no pensar en cada segundo que, adelante, y atrás, y en todas las diagonales hacia las que apuntaba el bar ubicado en ese mítico cruce de calles y en esa esquina legendaria, latía un espanto, un espanto del que, en medida mayor o menor, cada uno de ellos sabía? ¿Cómo lograrlo en ese mismísimo bar de esa mismísima esquina de tanto bute, recinto cotidiano de reflexiones largas sobre las canchas de las existencias? Nunca tuvieron respuestas enteras los habitués del Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras porque, para qué engañarse, la vida no es una sucesión de respuestas enteras. Sólo pudieron aquellos parroquianos de entonces -y no fue poco- incorporar un ritual simple y profundo, sencillo e inmenso: tomar café amargo, solamente beber café amargo.

La idea la trajo el Raúl Rodríguez, el Flaco Rodríguez, quien no tenía un pasado como asiduo concurrente al Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras. El Flaco Rodríguez era de El Cubano, ex jugador y líder del fantástico y asombroso equipo de infinitas hazañas que atravesaba varias décadas que, justa y precisamente, llevaba el nombre de ese otro bar cercano que le dio origen y carta de nacimiento: El Cubano. Pero, en esa época ya no existía El Cubano, ya lo habían modernizado completamente y era: El Hamburgo. Actualmente es la Heladería Hamburgo, donde sirven los más ricos helados artesanales, esas cremas frías sabrosísimas y deliciosas como una piba que pasa contoneando sus formas por la avenida Alberdi y no te da ni cinco de pelota. Esas cosas, entre otras, que caracterizan a la ciudad como La Capital Mundial del Helado y la Capital Mundial de las Mujeres Hermosas. El Flaco Rodríguez, en esa época, iba, volvía a ir y no faltaba jamás porque -aunque me llevaba un par de décadas largas- era mi Compañero y Amigo, uno de mis Tíos del corazón y uno de mis tantos Maestros del fútbol y de la vida, y yo, a pesar de mi juventud, ya era un miembro fiel y consecuente del bar. Y en los días fríos de bruma sobre el río y niebla en la ciudad de junio de 1978, prácticamente no podía concurrir por el bar porque demasiadas señales y la “libertad vigilada” me habían empujado a otras rutinas que me hundían en el ostracismo, de ser un exiliado en mi propia tierra y el sufrimiento de estar en alguna otra parte, de no estar con los míos. Aunque a otros Compañeros les había ido peor o, directamente, ya no les iba. Fue en los primeros días de ese junio, siempre me refieren como para recordarse y recordarme el Amor entrañable que nos hermana con los que quedan y con los que se unieron a través del tiempo: “Café Amargo”, propuso de una el Flaco Rodríguez, que ejercía la actitud del militante en cada palabra, gesto o acción, y no lo explicó. No hacía falta. El café era el fútbol, era la charla, era la identidad, era la unidad de los Compañeros, éramos nosotros. Y lo amargo era esa edad del País del Fin del Mundo.

Durante todos los días y todas las nieblas de ese junio más que sorber tragaron café amargo para rendir homenaje a las atajadas espectaculares de el Ubaldo Matildo Fillol, el Pato Fillol, y de el sueco Hellstrom; a las gambetas, los toques sutiles en profundidad, la elegancia y la inteligencia para entender el juego del finísimo estratega francés el Michel Platini; a la impetuosa distinción peruana de el Teófilo Cubillas; la aparición de un italiano fantástico: un tal Cabrini; que apuntalaba a un goleador implacable de los azules peninsulares: Paolo Rossi; la idea del juego colectivo y total en toda la cancha de la Naranja Mecánica -como se la denominaba a la selección holandesa- comandada por el Johan Cruyff; los movimientos increíbles de los polacos: el Deyna, el Sczarmach y “el Pelado” Lato y a la presencia exuberante de nuestros representantes cultores del fútbol más depurado y exquisito que en la periferia del mun-do, en el propio País del Fin del Mundo, hacían rendir a sus pies cada uno de los equi-pos que enfrentaban y, en especial, al mejor jugador de los mejores de todos los tiem-pos, la matriz del fútbol y el molde de los Hombres del fútbol: el Mario Kempes, el “Marito” o “el Matador” Kempes. En cada trago, además, cabían más homenajes. Me cuentan, siempre me cuentan porque no me lo dejaron sentir, me lo impidieron vivir, que para mi caso, por ejemplo, decían que los andaría añorando por algunas calles de adoquines gruesos y veredas rotas, junto a mi esposa, rumbo a algún otro albergue transitorio que nos brindaba solidaria y valientemente alguna Familia Compañera y Amiga; y para los que faltaban y seguirían faltando había palabras sentidas; y, también, para el arribo de otros tiempos porque, probablemente, alguna vez vinieran otros tiempos.

Y vinieron, de verdad que vinieron otros tiempos. Y otros más. Y otros más. En el Bar de la Esquina de Las Cuatro Fronteras regresó la oportunidad de desplegar la pasión sin contradicciones. Pude volver y vino al mundo mi hija, la Valérie, y ambos estamos sin rencores, con la nobleza heredada de los Hombres y las Mujeres, los Maestros de estos suburbios llenos de sabiduría y templanza, de saber reconocer dónde queda el lugar de la Amistad, del Amor y del Agradecimiento hasta el exceso, y no ausentarnos nunca más. El Flaco Rodríguez abandonó la responsabilidad de ser habitué del bar porque, prematuramente, en este tren de la muerte que viaja por la vida llegó a su estación final, aunque es un Amigo y regresa en cada anécdota y se halla presente, siempre. Ya no está el Mundial del ’78. Ni esos días fríos de ese junio, ni esa bruma, ni esa niebla. Quienes quieren piden centenares de cafés con dulce de leche, cortados con canela o lágrimas con chocolate: chicos, en jarritas o dobles. Pero en un momento cualquiera, en medio de cada reunión por más acalorada que sea la conversación o la importancia del tema que se trata, hay un instante que hasta hoy no precisa argumentos y aparece el café amargo. Ocurre que, por fortuna, para los Hombres y Mujeres duros y a la vez sensibles de estos arrabales del mundo, hay rituales que no cesan. Y hay memorias que tampoco.

Chalo Lagrange
Otoño, junio de 2008.-

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