Jorge Luis Borges cinco poemas inéditos

La última vez que ví a Borges fue en New York el 16 de diciembre de 1983. Debía dar una lectura o conferencia en el Center for Interamerican Relations y sabiendo, gracias a Emir Rodríguez Monegal, que Borges llegaría un día antes, pude concertar una cita con él y a solas. Rodríguez Monegal trajo a Borges hasta mi casa en el 170E de la calle 84 a eso de las once de la mañana y, literalmente, me lo endoso por el resto del día. Creo que tanto él, Emir, como Roberto Piccioto, iban de almuerzo con María Kodama, que pasaba por uno de esos malos ratos antes de la muerte del escritor. Pero Piccioto ya sabía cómo distraerla, le hablaba de antigüedades romanas y bizantinas, o le hacía preparar, en alguna cafetería de mala muerte atendida por italianos recién llegados de Palermo, una de esas pizzas hechas con pan francés y salchichas de ternera, que tanto le gustan. Kodama, después de muchos remilgos, terminaba siempre bebiendo margaritas y vermut seco en cualquier bar de Midtown, con tal de acostarse tarde y sin ver a Borges.

Tomé a Borges del brazo y le dije que camináramos un rato por Madison. Fuimos bajando lentamente, yo lazarillo recién estrenado, Borges anónimo ciego, por esa avenida donde están las más ricas pastelerías de la tierra y los cafés más acogedores de New York. A la altura de la calle ochenta y seis preguntó si era verdad que Yorkville había sido un barrio de emigrantes alemanes y le respondí que sí, que allí habían vivido hasta los años setentas una buena cantidad de germanos, checos y húngaros y que todavía quedaban en los alrededores restaurantes y mercados y típicas delicatessen. Borges comentó que hacía unos cincuenta años no comía gulash, y que temía hacerlo, pues tenía el estomago acostumbrado a la sopa de petit pois que doña Leonor había ordenado a Epifania Uveda luego del accidente de la ventana que casi le cuesta la vida y que cambio el rumbo de sus poemas y narraciones. Borges preguntó si comer un gulash entre los dos sería demasiada molestia para mí. Por supuesto que no. Entonces tomamos la ochenta y seis hacia el río y nos metimos en uno de esos bares irlandeses que están al lado de Macy´s. Borges no se enteró que lo había puesto a comer caraotas con posta, y el plato le pareció una delicia, como en verdad estaba.

Mientras comíamos y Borges comía muy lentamente, le pregunté cómo habían sido los últimos días de su madre. Se sintió sobrecogido, pero luego, recobrando su natural, intentó dar una respuesta completa sobre el asunto. Dijo que su madre había sufrido mucho, que ojalá no fuera él a sufrir cosa igual. Deseaba morir, tan pronto supiera llegada la hora, lo más pronto posible. El había pagado ya con su ceguera buena parte del infierno que le tocaría tras la muerte y por eso estaba seguro que la cosa sería expedita, de un día para otro. «Madre me llamó siempre «inútil» o «infeliz». Nunca permitió que llevase más de una vez una chica a casa y menos que ella pasase a mi cuarto por unos momentos.» Daba la impresión que Borges gozaba recordando los sufrimientos de su madre.

Cuando terminó de almorzar le pregunté qué deseaba hacer y volvió a sorprenderme. Quería que fuésemos a varios de los 104 (ciento cuatro, eso dijo Borges) bares que hay entre la cuarenta y la cincuenta y siete. Le pregunté cuando había estado allí y dijo que nunca, pero que recordaba un filme con Ray Milland —«The Lost Week-End»— donde un alcohólico entra y sale de bares como Clarke´s, Yukon, Jimmy´s, Olde Knick y la taberna Castle. Que cosa más prodigiosa, la memoria de Borges, para recordar nombres de bares en una película en blanco y negro. Le recordé que tenía que llamar a Rodríguez Monegal.

La fila para del teléfono público más cercano tenía por lo menos diez personas. Y ni modos de no hacer esa diligencia. Emir y mis otros amigos tenían que saber de qué iba la tarde con Borges. Estaba en la cola cuando divisé a Gabriel Jiménez Emán sobre la esquina de Lexington, mirando a lado y lado, como buscando orientación. Lo acompañaba María Panero, una divina argentina que estudiaba medicina en New York University luego de haber logrado que el gobierno americano le concediera visa de exiliada política. Le dije a Borges que cruzaramos la calle para saludar a Gabriel y cuando estuvimos cerca de ellos y antes que le presentásemos a María, Borges ya la había intuido, quizás porque la oyó hablar y supo que era argentina. El hecho es que de inmediato le puso la mano sobre el brazo a la muchacha y continuamos bajando hacia el Carl Schurz Park, donde nos sentamos un rato, mientras María describía a Borges el Triborough Bridge, la isla Wards, los barcos cargados de basura y arena y ambos se complacían con el clima benigno del día, ni frío ni ventoso.

Gabriel Jiménez Emán había llegado dos días antes a New York desde Barcelona, camino de Middleburry College, donde iba a dar una conferencia sobre el grupo Sardio y la poesía de Ramón Palomares. Estaba algo preocupado sobre el asunto pues había dejado sus apuntes en España y me estaba buscando para usar mis archivos. Al ver que Borges se entendía de lo lindo con María Panero, nos apartamos un poco y fuimos sentarnos en otro banco. De pronto vimos cómo María estaba escribiendo en un papel algo que Borges le dictaba y nos acercamos. María hizo señas para que no interrumpiéramos. Borges declamaba lentamente unos poemas mientras ella los copiaba. En esas estuvieron unos cuarenta minutos. Les dije que se hacía tarde, que debíamos regresar y tomar un taxi para lleva a Borges hasta la casa de Rigas Kappatos, donde nos esperaban Emir y Roberto Piccioto.

María y Borges parecían vivir un romance momentáneo. En el taxi Borges dijo que se haría con ella en la parte de atrás y Gabriel y yo ocupamos la parte delantera de ese viejo check-car gris con rayas de tigre rojas. Mirándoles por el espejo retrovisor parecían dos novios que recién volvían a encontrarse. Durante el viaje Borges le dictó otro poema. Cuando llegamos a casa de Rigas saludamos a Athinulis, el gato, y de inmediato le pregunté a María qué cosas eran esas que Borges le dictaba. Dijo que Borges había tenido una súbita iluminación y le había pedido servir de amanuense. Que había estado pensando unos sonetos en el avión que lo trajo desde Buenos Aires y no había encontrado a nadie más oportuno, que ella, para hacerlo. Le pedí los papeles, fui a la calle e hice dos copias de los poemas. María se quedaría con el original, que debía devolver a Borges, en marzo, cuando ella fuera a Buenos Aires. [Como dato curioso, Borges no dio a María el teléfono de la calle Maipú, sino dos números de dos pisos distintos: uno en la Calle French y otro en Rodríguez Peña y Juncal.] Todo esto, hecho a espaldas de Borges, pues no quería que Emir ni los otros conocieran los poemas, por lo cual no pudimos ni leerlos ni comentarlos en ese momento.

A las siete salimos de casa de Rigas y tomamos dos taxis para ir hasta el Center, donde Borges daría su conferencia. Entramos, y de inmediato, Emir fue a buscar a la boliviana Rosario Santos, que nos metió en uno de los saloncitos del segundo piso de la fundación de los Rockefeller, donde estaban varios profesores de N.Y.U. y Columbia. Ofrecieron wisky, pero Borges prefirió tomar «agua del municipio». Yo me ingurgite unos tres de ellos, y al cuarto, me di cuenta que estaba completamente borracho.

Lo que vino después es una de las tragedias de mi vida. Subimos al salón de conferencias, que estaba totalmente abarrotado. De pronto vi como Borges estaba a miles de kilómetros de mí y me hundí en un delirio paranoico digno de Poe. Lo cierto es que salí a Park, tome el tren en Hunter College y me fui a casa. Al llegar vi que el perro del portero tenía cara y barbas de hombre y que mi vecino, con su calvicie, parecía un gato desollado, etc., etc., hasta que decidí llamar a mi hermana y decirle lo que estaba pasando. Como a las once de la noche ya estaba yo en una cama del Lenox Hill Hospital donde pasé la más triste y terrorífica navidad de mi vida. En uno de los bolsillos de mi abrigo, que mi hermana llevó a casa, estaban los poemas de Borges.

Al salir del hospital decidí ir a Madrid, donde había pasado tantos buenos ratos y donde esperaba recuperarme de esa enfermedad de las grandes ciudades: el pánico. Carlos Jiménez me recibió en Barajas y cruzamos la ciudad en su viejo Cuatro Caballos. Le conté de la enfermedad y le mostré los poemas de Borges, que llevaba entre un ejemplar de la Webster´s Word Histories, que había tomado para leer en el avión como una suerte de terapia a mis males. Al llegar a casa de Carlos, Sara Rosemberg tomó el libro y lo puso sobre uno de los estantes de su biblioteca. Allí se quedaría unos años más. Carlos y Sara hacían lo imposible por distraerme día a día para que olvidara mis padecimientos. Una noche, cuando vino a casa Antonio Caballero para leer un capítulo de Sin remedio, volví a pensar en los poemas de Borges, pero de nuevo las cosas tomaron otro rumbo. Volví a New York, abandoné New York, Carlos Jiménez se separó de Sara Rosemberg y Sara Rosemberg se quedó con los libros de Carlos.

Hace cuatro meses volví a Madrid. Antes de la separación Sara y Carlos habían comprado un piso en la cuarta planta del número 25 de la Calle del Prado, donde Sara había vuelto a poner los libros de Carlos y de ella en los anaqueles de antes, luego de transformar la vieja cocina y convertirla en sala de estudio. Una de aquellas noches veraniegas, luego de cenar, Juan Madrid comenzó a inventar otra de sus historias de crímenes y detectives y mencionó el Word Histories. De inmediato recordé los poemas de Borges. Fui a la biblioteca y buscando, buscando, encontré el libro bajo unos veinte volúmenes de tratados sobre arte, anarquismo y profilaxis sexual. Tomé el libro y oh milagro, allí estaban los poemas de Borges. Nada dije. Metí mi libro entre la bolsa de mercado y al día siguiente, nueve años después, leí por primera vez aquellos versos que había dictado el viejo adorado a la divina Panero.

Los cinco poemas de Borges no presentan novedades formales ni temáticas, ni tienen títulos. Uno repite el motivo de la «biblioteca», otro el «pasado», otro el «presente», el cuarto da las gracias por haber conocido, desde la penuria del tiempo y la vida, el mundo y las literaturas. El último vuelve sobre el asunto del laberinto y su Minotauro. Desde la primera lectura llama la atención la perfección de los primeros trece versos, no así sus finales, que son abruptos. Como si su autor no hubiese tenido tiempo para concluirlos y dejará allí, por lo pronto, terminado el asunto, pensando en volver sobre ellos. Son textos que bien podrían engrosar las páginas de La Cifra, donde Borges se repite incensante y se renueva en sus caóticas enumeraciones. Allí, donde lo que nos une a él no son los asuntos, ni sus enigmas, ni sus destellos. Mas bien el tono íntimo, de confesión, que ofrece su música: la voz de J. L. B., única e inimitable. Voz que apenas se reconoce en estos poemas ofrecidos a María Panero. Pues algo falta de hondura en ellos.

Intrigado por esta causa, decidí recurrir a uno de los expertos borgianos mas raros y desconocidos que se conozco. José Manuel Martell me recibió en su piso de la Calle Férraz y de inmediato examinó los poemas. Luego de dos o tres lecturas y mediciones y subrayados, el erudito mallorquín, concluye que los poemas deben ser borradores mentales borgeanos de los años sesenta, que nunca quiso publicar, pero que usaba como anzuelo, cuando aparecía alguna chica que le interesaba. Martell recordó que cosa parecida había ocurrido cuando Borges reconoció a María Kodama en el verano de 1957, en Buenos Aires, en la Facultad de Letras. Borges le habría declamado un centón de Xul Solar, que en alguna parte decía: «pienso con esperanza en aquel hombre/que no sabrá quien fui sobre la tierra». «Y no sólo le dijo ese poema, —agregó Martell—, sino que le contó a Kodama que él tenía la manía de guardar billetes de 10, 50 y 100 dólares entre los libros de su biblioteca y que Silvia Silberman le había tomado gusto a los de cincuenta».

Publico pues, estos cinco poemas, tal y como los transcribió María Panero, hace ya, casi diez años. Ojalá el lector no olvide, al leerlos, estos otros:

No puedo ejecutar un acto nuevo, soy la fatiga de un espejo inmóvil.

Nada hay antiguo bajo el sol.

Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.

El que lee mis palabras está inventándolas.

Los sonetos
I
Encorvados los hombros, abrumado
por su testa de toro, el vacilante
Minotauro se arrastra por su errante
laberinto. La espada lo ha alcanzado
y lo alcanza otra vez, Quien le dio muerte
no se atreve a mirar al que fue toro
y hombre mortal, en un ayer sonoro
de hexámetros y escudos y del fuerte
batallar de los héroes. Ilusoria
fue tu aventura, trágico Teseo;
de la bifronte sombra la memoria
no ha borrado las aguas el Leteo.
Sobre los siglos y las vanas millas
ésta da horror a nuestras pesadillas.

II
Me pesan los ejércitos de Atila,
las lanzas del desierto y las murallas
de Nínive, ahora polvo; las batallas
y la gota del tiempo que vacila
y cae en la clepsidra silenciosa
y el árbol secular donde clavada
por Odín fue la hoja de la espada
y cada rosa y cada primavera
de Nishapur. Me abruman las auroras
que son y fueron los ponientes,
el amor y Tiresias y las serpientes
las noches y los días y las horas.
gravitan sobre la sombra que soy.
La carga del pasado es infinita.

III
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y los que seremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el fin, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá quien fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo.

IV
Los ordenes de libros guardan fieles
en la alta noche el sitio prefijado.
El último volumen ha ocupado
el hueco que dejó en los anaqueles.
Nadie en la vasta casa. Ni siquiera
el eco de una luz en los cristales
ni desde la penumbra los casuales
pasos de vaga gente por la acera.
Y sin embargo hay algo que atraviesa
lo sólido, el metal, las galerías,
las firmes cosas, las alegorías
el invisible tiempo que no cesa,
que no cesa y que apenas deja huellas.
Ese alto río roe las estrellas.

V
¡Cuántas cosas hermosas! Los confines
de la aurora del Ganges, la secreta
alondra de la noche de Julieta.
El pasado está hecho de jardines.
Los amantes, las naves, la curiosa
enciclopedia que nos brinda ayeres,
los ángeles del gnóstico, los seres
que soñó Blake, el ajedrez, la rosa,
El cantar de los cantares del hebreo,
son la flor que florece en el desierto
de la atroz Escritura, el mar abierto
del álgebra y las formas de Proteo.
Quedan aún tantas estrellas.
Suspendo aquí esta vana astronomía.

Fuente:arquitrave.com

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